VALÈNCIA. Esta temporada, el valencianista se ha acostumbrado tanto al empate que una victoria parece una quimera y una derrota, un mal improbable. En el año del Centenario, el empate se ha convertido en rutina, en algo que sucede semana tras semana, sin reparar en el rival ni en las circunstancias del juego. El Valencia empata contra los ricos y contra los pobres, contra el Barcelona y el Leganés, contra el Manchester United y el Young Boys; empata mereciendo ganar, mereciendo perder e incluso mereciendo empatar, como un Sísifo futbolero subiendo esa piedra a la montaña una y otra vez para volver a empezar. Y en el fútbol, no lo olvidemos, se empieza empatado. El seguidor del Valencia ve pasar las semanas sumido en la rutina de que su equipo marque los mismos goles que el rival y, en dos meses y medio de competición, se ha convertido en un personaje de Raymond Carver.
Para quienes no lo conozcan, Carver fue uno de los escritores americanos más interesantes del siglo XX. Su obra, compuesta por medio centenar de relatos cortos, retrata la vida cotidiana de personajes normales, que viven en ciudades normales, y que cargan con una mochila del pasado que incluye éxitos y fracasos, alcohol, desengaños y alegrías, amor e indiferencia. Son personajes que saben que difícilmente volverán a ganar, pero también son conscientes de que no perderán. No son perdedores, en el sentido clásico de la palabra, porque ninguno de ellos se parece a los habitantes de las películas de Ken Loach, pero tampoco se puede decir que su vida haya sido triunfante. Viven la vida como un empate permanente, en el que, cuando logran una victoria parcial, están seguros de que, detrás de la esquina, espera una derrota que la compense.
Es curioso que Carver escribiera sus relatos desde un país que detesta el empate. Tres de los cuatro deportes más populares de los Estados Unidos (baloncesto, béisbol y hockey sobre hielo) no contemplan el empate entre sus resultados y han articulado todo un sistema, a veces extenuante, para evitarlo que incluye un número indefinido de prórrogas. El Valencia no tendría ningún futuro en América.
Empatar no deja de ser una forma de estar en paz con el karma. A una alegría se sucede una decepción, y viceversa. Empatar es acabar igual que el otro, ni mejor ni peor, que no haya vencedores ni vencidos, que la vida, como les ocurre a los personajes de Carver, acabe compensando lo bueno con lo malo, una especie de válvula de seguridad para evitar el dolor perenne.
Quizás el empate sea una estupenda metáfora de la historia del Valencia, que se manifiesta de forma simbólica en una temporada en la que todos tenemos la tentación de mirar hacia atrás para recordar el pasado. El diagrama de la historia del Valencia está escrito con dientes de sierra, con épocas de luces de colores y otras de oscuridad cerrada, que arrastra fama de vencer la adversidad cuando parece desahuciado para volver a ella un tiempo después. Un club ciclotímico que parece, en una campaña con expectativas de lograr algo grande, conformarse con empatar con todo el mundo para no perder con nadie.
La vida es un empate, un equilibrio de fuerzas entre las alegrías y las penas. Y el fútbol se parece demasiado a la vida. Solo que esta máxima el Valencia se la ha tomado demasiado en serio.