VALÈNCIA. Cuando corro, pienso. Y esta mañana, camino del puerto, mientras veía asomar el sol frente a mí por una zona de asfalto que, no sé por qué, me hace sentir bien mientras corro, un poco antes de notar el olor de un jazmín que había cerca, he pensado en los Juegos, claro. Por la noche corría Quique Llopis, a quien conozco desde adolescente, y eso también me hacía sentir bien. Estaba feliz por él y su entrenador, Toni Puig, que lo ha cuidado desde niño como si fuera un bonsái.
Y zancada tras zancada, sacudía mi cabeza como una coctelera en la que se mezclan los recuerdos, tantos recuerdos, de todos estos días olímpicos. Lo de Max es casi obsceno. Coger el iPad y tener a mano todo lo que está sucediendo en París o en las subsedes en ese momento, me parece un lujo asiático. Los primeros días, aún fresco, me pegué verdaderos atracones de lo que bauticé como el picoteo olímpico. Un cuarto de waterpolo, los últimos tres juegos de un partido de tenis, un par de finales de natación, un ratito de tiro, un combate de judo… Una delicia saltando por las fantásticas sedes de París 2024, otro aliciente.
Casi todos los deportes, aunque no todos, tenían su narrador y su comentarista. Unos más chillones y otros más tranquilos. Unos más discretos y otros más marisabidillos. Unos muy preocupados por ser didácticos y otros que querían demostrar cuánto sabían, aunque eso significara, como en el skate, que casi nadie les entendiera. Y, de vez en cuando, cogía y me leía alguna crónica. Carlos Arribas, Sergio Heredia, Diego Torres, Javier Sánchez… Maestros en contar, cada uno en su estilo, lo que ha pasado solo unos minutos antes. Gente capaz de escribir sobre Simone Biles, María Pérez y Evenepoel en un mismo día.
Aunque los tiempos están cambiando e igual de válida que una crónica de ‘El País’ o ‘La Vanguardia’ son los apuntes que, cada día, hace Martí Perarnau en su cuenta de X. Un comunicador al que muchos solo conocen por sus libros sobre Pep Guardiola, pero Perarnau ha sido saltador de altura olímpico y ha estado también como comunicador en los Juegos, y cada día desgrana la jornada aportando conocimiento y contexto.
Cuento todo esto para explicar que, para mí, los Juegos Olímpicos son un festín. Mi mujer, que ya me conoce hace muchos años, se ha ido a Lanzarote y me dejado solo en casa, como a un loco, con sus tres pantallas a mano para ver la retransmisión, consultar los resultados y estar pendiente de todo en X.
Desde hace unos días, he incorporado un nuevo hábito, leer a Miguel Calvo, uno de los tres grandes escritores de atletismo de este país, Miguel escribe cada día en ‘Corredor’ sus ‘Cuadernos de París’, donde cuenta sus andanzas y las de su familia desde que salieron de casa en coche y fueron hacia la capital del Sena sin prisas, parando por el camino. Ya en París, Miguel ha combinado la contemplación del deporte, especialmente el atletismo, con algo de arqueología deportiva para buscar qué queda de las dos primeras ediciones de los Juegos Olímpicos celebradas en París (1900 y 1924).
Es mi última lectura del día. Su prosa es reconfortante, como mis carrerillas al alba, y me sirve para combatir el exceso de fanatismo que también te lanza a la cara unos Juegos Olímpicos. Esto forma parte de la cultura (o incultura) deportiva de este país, que alimenta a sus ciudadanos de miras más cortas como en una macrogranja. Fútbol cayendo por un bebedero directamente a la boca del consumidor. Sin descanso. Las 24 horas del día. Fútbol, fútbol y más fútbol. Y si tenemos que avanzar como sociedad moderna y más paritaria, pues le damos bola al fútbol femenino (y no a ningún otro deporte) y todos contentos. Mujeres, bien, pero solo si son futbolistas.
Y, claro, llegan los Juegos y la gente se piensa que todo es fútbol, el deporte donde se ha normalizado que se insulte al árbitro y se le culpe de todos los males de su equipo. Pero siento decirles que no, que los árbitros no van en contra de España. Que no, que el marchador que derrota al extremeño Álvaro Martín no está corriendo, solo es mejor ese día. Que no, que el aire del pabellón no perjudica solo a Carolina Marín. Que no, que nadie nos tiene manía. Ah, y os aseguro que a Ana Peleteiro le fastidia más que a nadie no haber logrado subir al podio.
La gente, pienso mientras corro, debería aprender a disfrutar del deporte sin odio. ¿Por qué odian a Ana Peleteiro? ¿Por qué odian a los árbitros? ¿Por qué odian al rival que es superior al español? Del skate que vi en mis picoteos olímpicos no aprendí mucho, pero me encantó que no se consideraban rivales, que se abrazaban unos con otros como si fueran de la misma familia, que lo son, antes que representantes de países diferentes. Yo he disfrutado con nuestros marchadores, con las chicas de los dos baloncestos (el convencional y el 3x3), con los que lloraban después de una decepción y con los que sonreían porque habían llegado hasta donde nunca habían pensado que iban a llegar. Pero también he sido feliz con Simone Biles, Rebeca Andrade o el equipo de Italia en la gimnasia artística. O con la selección de baloncesto de Japón que desafió, triple va, triple viene, a Francia. O con Breanna Stewart y Emma Meesseman. Me he emocionado con Mijaín López y con Novak Djokovic. Porque, al final, el deporte, para mí, está por encima de un pedazo del tela.
Ya queda poco. Ha llegado el momento de apurar los últimos picoteos olímpicos. Las finales de los deportes de equipo, la rítmica, el ciclismo en pista y hasta la halterofilia, por qué no, si hasta dentro de cuatro años no volveremos a ver casi nada de esto.