VALÈNCIA. Esta semana iba a escribir sobre la eliminatoria entre el Valencia y el Atalanta, el duelo que lo cambió todo, la piedra angular de la catástrofe. Iba a hablar de que ese emparejamiento de octavos de final era lo más parecido a una película de ciencia-ficción, con efectos especiales en forma de rayos infrarrojos que detectaban, para algún ser maligno con cresta de color amarillo pollo, los movimientos del coronavirus en el terreno de juego, en las gradas del Giuseppe Meazza y en los aledaños de Mestalla, de que aquel partido desataba una pandemia a la que seguían una guerra atómica y el triunfo de un mundo totalitarista en el que robar impunemente, en los terrenos de juego y fuera de ellos, se convertía en norma.
Iba a contaros que el enfrentamiento entre valencianos y bergamascos se estudiará en los libros de historia dentro de muchos años, al nivel del asesinato de Sarajevo o el bombardeo de Pearl Harbor, por ser el detonante de un futuro inquietante, de un cambio en el orden mundial. Tenía la idea de comentar el partido de vuelta, una especie de ensayo clínico de lo que iba a ser el fútbol del futuro, adornado con ese festival de goles tan televisivo y aséptico. Pensaba reírme de la figura de Gasperini, portador consciente del virus, comportándose como un Ortega Smith cualquiera en la noche en que su equipo conseguía la gesta más importante de su historia, e incluso iba a ser ventajista recordando a aquellos que pedían que el partido de vuelta se jugara con público con dos argumentos de peso: más gente se reunía en los actos falleros que se celebraban como si nada estuviera ocurriendo y Lorenzo Milà había dicho en la tele desde Milán (curioso polipote me ha salido) que aquello era “como una gripe”.
Pero, de repente, me ha invadido un cosquilleo. Una sensación difícil de explicar, ese extraño espasmo en las tripas que te dice que tienes ganas de que pase algo aunque no sepas exactamente qué, como cuando estás enamorado o un proyecto por el que has luchado durante años comienza a ver la luz. Entonces me he dado cuenta de que queda poco más de una semana para que vuelva La Liga, para que regrese el Valencia. Sé que, desde esta misma tribuna, he renegado contra el retorno del fútbol en esta llamada “nueva normalidad”, que incluso he afirmado que no veré ningún partido a puerta cerrada, con sonido ambiente de broma y con celebraciones de los goles con choques de codos. Pero no voy a cumplir mi promesa. Soy un impostor.
Seguro que no veré los partidos del Leganés o el Valladolid, y probablemente pueda seguir viviendo si me pierdo los del Barcelona, Real Madrid, Levante o Espanyol, que antes del Valencia-Atalanta me podían enganchar una tarde de esas en que no tenía gran cosa que hacer y mi pareja estaba viendo programas de reformas integrales sin descanso. Mas no podré evitar ver los partidos del Valencia. Lo he hecho toda mi vida: he ido a Mestalla a ver encuentros que clausuraban esas ligas de la mediocridad en que el equipo había incumplido sus objetivos con semanas de antelación, generalmente marcadas por algún follón institucional o deportivo, y aquí incluyo el ignominioso choque contra el Cádiz que despidió a aquel equipo de la primera división por un año o el desenlace de aquella liga en Riazor en la que el Valencia era juez y convidado de piedra decidir el título y en el que, como siempre hago, me alegré de que González le parara el penalti a Djukic por una única razón: nunca quiero que pierda mi equipo. De manera que no seré capaz de estar leyendo, nadando o viendo una película mientras el Valencia juega, aunque lo haga en un escenario apocalíptico, un partido de fútbol.