VALÈNCIA. La semana pasada topé con un trepilla. El lunes me hizo la zancadilla mientras me llamaba guapo y, días después, cuando aún seguía intentando digerirlo y, sobre todo, entenderlo, vi en el cine el documental sobre Labordeta (‘Labordeta, un hombre sin más’) y pude deleitarme, en un fuerte contraste con aquella mala experiencia, con un tipo íntegro y unos principios firmes como los brazos de Mike Tyson. Es triste que llame tanto la atención que alguien pueda ser así: honrado, noble, comprometido… Qué pena que eso sea tan extraordinario y que eso, solo eso, ya casi merezca una película.
No todo el mundo tiene los mismos valores. Imagino que la educación es determinante en este sentido. Qué te hayan enseñado tus padres, tus profesores y hasta tus amigos, que muchas veces son los que más te influyen, te manda por un camino o por otro, pero creo que, ya de adultos, todos podemos discernir perfectamente quién queremos ser, cómo queremos ser, adónde queremos ir.
El trepilla también me recordó algo que, en realidad, ya sabía: es mucho mejor depender de uno mismo que de segundos y terceros. Por eso, quizá, el pasado mes de agosto cogí y me pagué el viaje a Múnich para cubrir el Campeonato de Europa de atletismo. Habían corrido muchos años de ausencias y añoranza, y el reencuentro fue sensacional.
Cada mañana, pertrechado con una fina cazadora que me recordaba a diario, sin excepción, el verano infernal que hemos vivido en València, me ponía los auriculares, seleccionaba un viejo disco de Joaquín Sabina y salía del hotel. No sé el motivo concreto de por qué todos los días, siete días seguidos, opté siempre y solo por Sabina para amenizar la caminata. Pero en aquellos recorridos fluyó la magia con las letras del maestro acunándome entre pinos y lagos.
El paseo del hotel al estadio fue un regalo de la vida. Una mañana fresquita, un bosque y el atletismo al final del camino. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Yo, en esos momentos, en esos paseos diurnos, y también en los nocturnos, no necesitaba nada más. Ni lujos, ni un coche despampanante para desplazarme y diría que ni siquiera compañía. Estaba bien así: el parque, un andar sosegado, mi música y el recuerdo fresco y vivo de lo que pasaba en la pista. Ahí me sentí en paz conmigo mismo, con la vida que he elegido, con los trabajos que he emprendido y también con los que he dejado en el arcén o de los que me han apeado.
El Olimpiapark de Múnich, concebido para los Juegos Olímpicos del 72, es una delicia. Un jardín enorme donde la gente camina, jadea a la carrera por sus subidas y bajadas, o pedalea. Y en un rincón, aún moderno cincuenta años después, con esa cúpula transparente y magnífica, el Olimpiastadion, un estadio colosal donde los atardeceres ocres rivalizaron con las carreras, los saltos y los lanzamientos.
Por la noche salías tan tarde que ya apenas quedaban sitios donde cenar. Así que muchas noches me subí la cremallera de la chaqueta, me enchufé a Sabina y regresé al hotel sin más vianda que una manzana bávara. En algunos caminos te sorprendías solo en mitad del bosque, muchas veces a oscuras, y en un completo silencio que invitaba a sacarte los auriculares de las orejas para ser plenamente consciente de ese momento de calma. Nunca tuve sensación de peligro. Puede ser la inconsciencia o puede ser que estabas en una de las regiones más ricas del planeta. Vete tú a saber…
A veces tenías que encender la linterna del móvil, calmarte al descubrir que el ruido que habías escuchado solo era un conejo que se escabullía entre la maleza, inspirar el aire fresco y limpio, y continuar la marcha mientras canturreaba para mis adentros algunas de las bellas estrofas del veterano cantautor.
A mediodía, como el horario lo permitía, era el momento de las tertulias infinitas. Cuatro o cinco personas hablando sin parar de atletismo. Que si yo creo que Sara Gallego va a batir el récord de España, que si vaya tarde maravillosa la de ayer con 60.000 alemanes gritando en aquel estadio hundido en el parque para animar a sus atletas, que si yo pondría a este en la segunda posta del relevo y guardaría a aquel otro para la última vuelta, que si vamos a ir también a Estambul en invierno…
Y ahí, en esos pequeños ratos, sin más aliciente que un gran vaso lleno de Paulaner y una salchicha grasienta, fui plenamente consciente de qué me da la felicidad y qué no. De quién me quiero rodear y de quién no. Y así, risueño, en calma, era tan fácil entender que el dinero, como este o aquel trabajo, no da la felicidad. Que la felicidad es otra cosa: un camino por la pinada, ‘Cuando era más joven’ y Mariano poniendo en fila a sus rivales en una carrera de 800.