VALÈNCIA. Existe una literatura norteamericana que trata sobre la mediocridad y está protagonizada por antihéroes que se dan por satisfechos después de haber sobrevivido a numerosos divorcios y superado no pocas adicciones. Los personajes que habitan en las novelas y cuentos de J. D. Salinger, Richard Ford o Raymond Carver no aspiran a que la vida les regale nada especialmente interesante, pero no desearían que les castigue con algo demasiado doloroso. Les gusta la mediocridad y están instalados en ella como una filosofía de vida de lo más práctica. “Las cosas suceden y luego se acaban” sería el resumen de esa forma de encarar el presente, sin trascendencia y sin excesivas esperanzas.
Soy muy fan de esa literatura, porque refleja, con dolorosa fidelidad, lo que es la vida: un camino en el que intentamos destacar en algo y solo logramos evitar que todo vaya peor. La mediocridad es un camino espléndido para afrontar la vida, pues nos ayuda a sobreponernos a los reveses que encontramos en ese camino y a desconfiar de la suerte. La buena y la mala.
Siempre digo que el fútbol se parece a la vida y eso es lo que lo hace diferente a cualquier otro deporte. Que, en el fondo, es una metáfora de la vida. Frank Bascombe, el protagonista de 'El periodista deportivo', de Richard Ford, no está de acuerdo. “La vida no necesita una metáfora”, dice en las páginas del libro, y podría añadir “y menos, deportiva”, pero no lo hace. Y el valencianismo le da la razón. El valencianismo odia la mediocridad, le pone estar arriba y luchar por no estar abajo, pero no soporta que su equipo vague tristemente por el medio de la clasificación sin más objetivo que acabar pronto la temporada y renovar la ilusión en los albores de la siguiente. En definitiva, le da igual ser séptimo que decimocuarto.
Ese rechazo a la mediocridad se manifiesta, de forma bien evidente, en las reacciones de la grada de Mestalla las temporadas en las que el Valencia pelea por ganar algo o se agarra a su gente para no caer en el abismo. Y Mestalla siempre responde. Es capaz de soplar al unísono y de forma casi imperceptible, como en un relato de realismo mágico de García Márquez, y desviar los centímetros, unos pocos, que van de que un balón entre en la portería a que se estrelle en el poste, y así evitar el descenso en la 82-83. Pudo sostener, aguantando el aliento, a Fernando Morena un segundo más que al defensor del Nottingham Forest para empujar a la red el disparo de Saura al larguero y conquistar la Supercopa de Europa en el 80. O empujó, con la fuerza de 50.000 pares de ojos, a Rubén Baraja para empalmar el centro del Kily González y asegurar la liga 01-02, una noche de abril, ante el Espanyol.
Pero además, y como una medida profiláctica de lo más recomendable, el valencianismo ha borrado de su memoria esas temporadas en las que el equipo ejerció de medianía, en que ni fue chicha ni limonà, en las que las victorias y las derrotas carecieron de valor porque, al fin y al cabo, solo sirvieron para acabar la campaña por el mero hecho de que pasara el tiempo. La única excepción es aquella temporada, la primera de Ranieri, en que el equipo ganó en el Camp Nou y el Bernabeu, y alcanzó un premio misérrimo, como la clasificación para aquel torneo que tenía nombre de lotería de broma, la Copa Intertoto, pero sentó las bases del conjunto que deslumbraría en los años posteriores. Del resto, ni rastro, y de los futbolistas que fueron comparsas en tiempos de mediocridad, menos. ¿O alguien recuerda el papel que desempeñó en el Valencia gente como Oriol Romeu, Idígoras, Leandro (más allá de su anecdótica celebración mingitoria en el Calderón), Senderos, Mario Regueiro o Edu?
Esa es la verdadera razón del cabreo de la afición valencianista en la temporada del centenario, por encima de aquellos ingenuos que aspiraban a disputar la liga y la Champions por el simple hecho de que el club celebraba una efeméride. El Valencia no puede ser mediocre la campaña que cumple 100 años de existencia, porque su afición nunca le ha permitido ser un actor anónimo en el teatro de la liga española. Y ese es el objetivo que tienen que asumir, en esta segunda parte de la temporada, los protagonistas de la historia. En su mano está ser recordados, por un triunfo o un estrepitoso fracaso, pero nunca caer en el olvido por que este año acabó como los personajes de un relato de Salinger, Ford o Carver.