VALÈNCIA. Esta mañana he ido a Argentina. Después de uno de esos despertares en los que mi cabeza corre más que el despertador, desvelado, intranquilo, he viajado a Villa Fiorito de la mano de un periodista de ‘Clarín’. Y luego he visto la pena de los porteños en la capital gracias a un reportero de ‘La Nación’, donde he estado a punto de volver con Morfeo acunado por la bella prosa de Jorge Valdano. “Con Maradona los pobres le ganaron a los ricos”, apunta el hombre que domina la palabra como Maradona la pelota después de anunciar desde el inicio que nadie iba a encontrar un reproche en un artículo que me ha obligado a simular que tosía cuando mi mujer ha entrado en la habitación justo cuando una lagrimita se resbalaba por mi cutis.
Valdano y muchos otros se empeñaron, probablemente con acierto, en separar a Diego de Maradona. Al personaje hortera y desenfrenado, siempre una copa más, una raya más, que compitió con el futbolista más estético que ha existido jamás. Pero yo no tengo claro que eso se pueda separar así como así. Uno es lo que es por todo lo que ocurre en la vida. Lo bueno y lo malo. Lo que sucede en la cancha y en el boliche.
Abundan también los que insultan al Pelusa por ser cocainómano y es evidente que es mucho más fácil ver el defecto de otro y afeárselo que superar una adicción que tiene mucho de genético, de la basura que vamos apretujando en la cocorota, del éxito que nos emborracha y con el que no estás familiarizado ni de lejos.
Y porque, lo voy a simplificar al máximo, hay que ser Maradona y hacer lo que él hacía en el estadio del Nápoles, volver a la gente loca como la volvía, ver venir los tentáculos de la mafia y entonces ponerse digno. Pero no todos tienen esa fuerza de voluntad. Y porque, quién sabe, sin esa jarana nocturna igual su fútbol no hubiera sido tan alegre. O sí. Quién sabe.
Luego está el asunto de si ha sido o no el mejor del mundo. La mayoría de los periodistas dice que sí. Algunos hasta dicen que eso es incontestable. Y yo lo que creo es que todos ellos, lustro arriba, lustro abajo, son de la misma generación, la que vivió la plenitud de Maradona cuando aún eran jóvenes o incluso adolescentes. Y que por esa misma razón, mi madre, como muchos otros de su quinta, me repetía, las pocas veces que hablábamos de fútbol, que no había habido otro como Alfredo Di Stéfano. E imagino que los que vieron arrasar a ese Pelé rodeado de talento, tampoco crean se pueda cuestionar la jerarquía de ‘O Rei’.
A mí me alegró la vida cuando era un adolescente y cuando me convertí en un jovencito despistado que jamás, por más que admirara al 10, se metió una raya porque Maradona estuviera enganchado al polvo blanco. Uno sale de casa educado o ya lo tiene mal, sean quienes sean sus ídolos.
Maradona es mucho más que un verano de fútbol, pero lo mejor de él se condensó en la Copa del Mundo que conquistó derrochando su talento. Y sobre ese torneo hay un libro no muy conocido -‘México 86. Mi Mundial. Mi verdad’, donde destripa su paso por esa competición. Desde la sorpresa al caer la selección en un hotel deplorable con las habitaciones a medio hacer -“Era un burdel. Faltaban las putas nomás”, rememora El Diego- hasta el regreso a Argentina, ya con el trofeo en sus manos, con los directivos volando en ‘business’ y ellos en ‘turista’.
En esas páginas relata que cada partido hacían y repetían exactamente lo mismo. Iban a un centro comercial y luego cada jugador se sentaba en el mismo asiento del autobús que la última vez. El autocar iba siempre escoltado por los mismos motoristas y recorría el trayecto del hotel al estadio en el mismo tiempo. Y si ese día no había tráfico, paraba en el arcén y esperaba mientras los futbolistas argentinos escuchaban inexcusablemente tres canciones: ‘Eclipse total del corazón’, de Bonnie Tyler, ‘Gigante chiquito’, de Sergio Denis, y la canción más célebre de la banda sonora de ‘Rocky’.
Maradona calzó en todos los partidos las mismas botas, aquellas famosas Puma King que se vendieron como décimos de Navidad. Con ellas protagonizó el gol más famoso de la historia del fútbol: 37 zancadas majestuosas hacia el arco, burlando por el camino a media docena de jugadores ingleses y, de paso, a millones de hinchas delante de la televisión, mientras Víctor Hugo Morales, justo cuando Maradona va a embocar, ya sin palabras, ametralla el micrófono de la televisión argentina en un grito espontáneo: “¡Ta-ta-ta-ta-ta!”.
En el centro del campo, Gary Lineker, boquiabierto, deslumbrado y derrotado, estuvo a punto de arrancarse a aplaudir.
Aquel tanto valió, unos pocos años después de la Guerra de las Malvinas, casi tanto como el título. “Acá pueden venir los Messi, los Tévez, los Riquelme y hacer diez goles cada uno. Mejores que ese. Pero nosotros fuimos a jugar un partido contra los ingleses después de una guerra, después de una guerra que todavía estaba muy fresca y en la que los chicos argentinos de 17 años habían ido a pelear con zapatillas Flecha, a tirarle con balines a los ingleses. Y eso no se compara con nada. (...) Messi puede ser más grande que yo, puede serlo, cómo no. Ahora, yo le hice dos goles a Inglaterra que le valieron a los chicos caídos en Malvinas y a los familiares. Les di un respiro, les di un consuelo, y eso no lo va a poder hacer nadie más. Nadie más».