VALÈNCIA. Cuando yo era niño, cada recreo, organizábamos partidos de fútbol en el patio del colegio. De hecho, había varios partidos a la vez, que se entremezclaban como en una película de Jacques Tati, con varios balones en liza y decenas de niños corriendo en direcciones encontradas. Para seleccionar los jugadores de cada equipo, teníamos una fórmula muy singular. Los dos capitanes (¿o seleccionadores?) caminaban, uno frente al otro, poniendo un pie a continuación del otro hasta encontrarse. Quien tenía la suerte de rellenar el último hueco entre ambos pies, rematado por las palabras “monta y cabe”, empezaba a escoger. El problema surgía cuando, tras la selección, los dos conjuntos estaban muy desequilibrados tanto en calidad como en cantidad de jugadores. En ese caso, se aplicaba una no menos singular fórmula: el equipo teóricamente superior comenzaba el partido con unos cuantos goles en contra.
Estoy seguro de que, en el colegio de Peter Lim, se procedía de la misma manera que en el mío. Estaría en Singapur, en un barrio pobre, pero, a la hora de jugar al fútbol entre clase y clase, los equipos se elegirían del mismo modo. Si no, es difícil de explicar la persistente querencia del dueño del Valencia a conceder ventaja al resto de equipos al comienzo de las temporadas. Lo hizo cuatro años atrás, cuando, a dos días del cierre del mercado, vendió a Paco Alcácer al Barcelona y, a cambio, se trajo cedido a Munir, un futbolista que rindió mejor en las noches valencianas que en las tardes valencianistas. Aquel año, por si vender a tu delantero titular no fuera suficiente concesión a los rivales, también confió la dirección del equipo a Pako Ayestarán. Encorajinado por el título de copa conseguido el pasado mes de mayo -el primero desde que el club es suyo-, Lim decidió repetir la jugada este verano comprometiéndose con el Atlético de Madrid para vender a Rodrigo en el tramo final del mercado estival. La jugada, sin embargo, no le ha salido bien, puesto que las dinámicas del fútbol no son las de los negocios que regenta y, en el balompié actual, si no hay dinero, no hay compraventa. No ha conseguido los sesenta millones de euros que esperaba, pero ha logrado crear un clima de provisionalidad en un club que, para sorpresa general, llevaba dos años de tranquilidad.
En el patio de mi colegio también podía ocurrir que uno de los seleccionadores eligiera a jugadores a los que luego no les diera bola. Y me da que pensar que, sin saberlo, fuimos los pioneros del fútbol moderno. Porque esos futbolistas eran lo que ahora se llama “fichajes estratégicos de mercado”, es decir, jugadores que fichas para tu equipo pero no te sirven. También es posible que Marcelino, de niño, en su colegio asturiano, se encontrara en situaciones parecidas cuando escogía tras el “monta y cabe”, porque, en caso contrario, no se entiende que haya pedido la contratación de Jason, Salva Ruiz o Sobrino si luego no les encuentra sitio en su plantilla. Seríamos pioneros del fútbol moderno, pero sin entender que, una vez más, el fútbol imita a la vida y, en el mundo actual, a la gente le interesa más el dinero que la felicidad, un dinero que utilizará en comprar cosas que no le sirven pensando que en eso consiste ser feliz.
Claro que, en el patio del colegio, lo único que nos importaba era pasarlo bien, no teníamos detrás a millones de personas para las que nuestras decisiones son importantes, porque el fútbol es importante y porque lo que le pase a su equipo es importante. Esa es la diferencia.