VALÈNCIA. La definitiva salida de Mateu Alemany del Valencia finiquita, en solo dos meses, el proyecto iniciado hace poco más de dos años que pretendía dotar de racionalidad a la gestión deportiva del club. Dos clasificaciones consecutivas para la Liga de Campeones y un título de Copa del Rey es el botín que se llevan Mateu y Marcelino, las dos cabezas visibles de un trabajo que, con un crecimiento sostenible, pretendía devolver a la entidad a la élite del fútbol nacional, a corto plazo, e internacional, a medio. Alemany, un hombre transparente y cabal en su labor directiva, cometió errores, como es inevitable en cualquier gestor, principalmente los que tienen que ver con su condescendencia con los caprichos de Marcelino para construir una plantilla acorde con sus preferencias, una decisión que miraba más al presente que al futuro. Mateu olvidó que el presente es el tiempo de los entrenadores, que solo miran la inmediatez de los triunfos para conservar su puesto de trabajo, pero a los dirigentes les corresponde velar por el futuro, tener la previsión suficiente para dotar al equipo y a la entidad de los medios adecuados para no perder lo logrado.
Esta diferencia entre el presente y el futuro es la razón argüida por Lim y sus secuaces para prescindir de Mateu Alemany. Bueno, hay más razones ocultas, de todos conocidas, como el interés de Meriton por hacer negocio con la venta de jugadores aun a costa de debilitar el potencial de la plantilla o las intenciones del amigo y socio del dueño, Jorge Mendes, de meter la cuchara en el pastel que habían cocinado Mateu y Marcelino, pero son tan manidas y han hecho correr tantos ríos de tinta que no volveré sobre ellas. Lim apeló a un futuro brillante, en forma de rutilante Academia, para afear la conducta de la pareja que construyó un presente perfecto y apostar por un futuro imperfecto. Y digo imperfecto porque, como de todos es sabido, Lim no tiene ni idea de fútbol, más allá de su amistad con algunos de los componentes de la famosa Class of 92 que encumbró al Manchester United durante la última década del siglo pasado y la primera de este. Su idea es teórica y mercantilista.
Al aficionado, sin embargo, le preocupa más el presente que el futuro. En 1986, cuando el Valencia bajó a segunda división, la inquietud de la masa social valencianista se basaba en un presente incierto, nadie presagiaba un futuro como el que llegó sólo 13 años después, cuando el equipo inició la que sería mejor etapa de su historia. Y el presente lo encarnan los jugadores y el cuerpo técnico, los únicos que, dadas las circunstancias, pueden seguir dándole ilusiones, por muchos palos que inserte en las ruedas la propiedad del club. Son la parte más débil de todo este entramado, personas que no tienen futuro porque saben que, pronto o tarde, desaparecerán de la entidad, aunque quede el recuerdo de sus gestas en la memoria de los aficionados.
Aferrado a ellos, el Valencia vuelve a empezar de cero, como tantas veces ha hecho a lo largo de su historia. El síndrome de las fallas, una fiesta que consiste en construir durante un año de trabajo y sacrificio monumentos excepcionales que serán devorados en una noche por las llamas, ha regresado, como en un homenaje explícito al carácter valenciano, aunque en esta ocasión se haya orquestado desde el lejano Singapur.
La buena noticia de este presente incierto es que el entrenador elegido por Lim para esta nueva etapa, Albert Celades, parece haber calado en la plantilla, que ha demostrado hacia él una fidelidad similar a la que profesaban por Marcelino. El martes pasado, en el partido contra el Lille, se vio, a pesar de las evidentes carencias en el juego, que hay un empeño de salir adelante por parte de quienes, al fin y al cabo, han de mantener vivo un presente que pintaba glorioso y que los planes de futuro amenazan con destruir.