VALÈNCIA. Sin anestesia: el Valencia CF puso a la venta sus acciones porque los que decían servir al club, en realidad, se servían de él. Así apareció Peter Lim, susto o muerte, para sacar la chequera y lograr que el valencianismo, confundido, tuviera que escoger entre un desconocido millonario o arriesgarse a la desaparición del club. Fue susto, fue Lim. Culpa de los que no protegieron un sentimiento centenario, sino que lo maltrataron hasta ponerlo pecio, subastarlo y entregarlo a unas manos llenas de dinero, pero ajenas a su historia, tradición y sentimiento. De aquellos polvos, estos lodos.
Don Peter, empresario de éxito y fortuna que se enamora de sus inversiones con la misma intensidad de la que se desenamora, teledirige el club desde Singapur, su campo base, sin tener contacto con el respirar diario de Valencia. Para eso, para que le cuenten el latir de su inversión, delega en una cohorte de súbditos, que no empleados, que tienen, como única misión, jalear, palmear y cumplir toda aquella instrucción del patrón, sea disparatada o no.
Don Peter, consciente de que entró en el Valencia CF pero el club jamás entrará en él, siempre ha escogido contemplar su inversión aplicando una excesiva distancia social. Es lógico. Para él, el VCF sólo es una ola más en mitad de un mar de inmuebles y empresas. No engaña a nadie: quiere engordar su cuenta corriente. Así que, hasta que encuentre comprador o le reintegren su inversión, va a seguir teledirigiendo el club, a su antojo, sin importarle un pimiento los sentimientos de sus clientes. Que el pueblo esté decepcionado le importa entre poco, nada y menos que nada. En caso de duda, apliquen el lema Corleone: “No es personal, sólo son negocios”
Precisamente por eso, sorprende tanto que, víctima de un ataque de celos, decidiese prescindir de sus dos mejores empleados, los que cuidaban de su negocio. Echó al mejor entrenador posible de su negocio, sin que le importase que revalorizase en cientos de millones sus activos y sin tener en cuenta que devolvió la alegría a sus clientes. Y por el mismo precio, porque el ego no se compra con dinero, despidió al mejor gestor posible de su negocio, el que cuidaba de que la deuda no se disparase y de que el discurso fuera coherente.
En su lugar, decidió dejar el negocio a cargo de un empleado al que nombró presidente y que tuvo la genial idea de mandar callar a sus clientes y jactarse de ello. Y como le da igual ocho que ochenta que ochocientos cincuenta, puso al frente del negocio a un empleado al que el cargo de entrenador le queda igual de grande que al de su presidente. ¿Qué el negocio es una ruina? Habrá que tirar del protocolo de rigor: cambiar todo para que nada cambie. Partida nueva y vuelta a la casilla de salida. El dueño activará el control remoto, pondrá al frente del negocio a otro empleado nuevo que le aconseje su socio-amigo y aquí paz, y después, gloria. Sin anestesia.