VALÈNCIA. Tengo delante una higuera, dos olivos y una ristra de cipreses. A mí alrededor revolotean las currucas, un pajarito juguetón. Me acabo de duchar y me entrego a lo que, por pura conveniencia, he convertido en mi pequeña tradición de junio: contar el placer de correr por Formentera. Es difícil no caer en los tópicos en cuanto pisas la isla -evitaré llamarla la islita, como los pijos, que ya hay suficientes memes por ahí-, pero es inevitable contar que es un paraíso. Aquí la gente viene a tomar el sol en unas calas excepcionales, a beber en los chiringuitos y a comer bogavante con huevos fritos y patatas de Formentera. Pero a mí, además, me gusta robarle una hora al sueño y salir a correr al alba mientras mis amigos duermen.
Los lugares para correr son aleatorios. Donde hayamos alquilado el chalet, allí he corrido, y después de tantos años ya he corrido por muchos lugares: la Mola, alrededor o en paralelo a la playa de Mitjorn, Cap de Barbaria y hasta por Illetes, uno de los sitios más bellos del mundo. Uno de mis preferidos es s’Estany Pudent, una laguna que tiene unos diez kilómetros de perímetro, la distancia perfecta para un corredor.
S’Estany Pudent es una lámina de agua que se convierte en un espejo en el que se refleja, por ejemplo, Es Vedrà, la sagrada catedral de roca de Ibiza, la vecina de las Pitiusas. Alrededor del lago hay un camino de tierra rodeado de sotobosque y la avifauna típica de los humedales en el Mediterráneo. Este es el reino de la garza real, el zampullín cuellinegro (o cabussonera) o el avisador, que es como llaman en la isla a la cigüeñuela. Este humedal se ha convertido en uno de mis lugares favoritos para correr.

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Allí, por pistas de tierra compacta, vas recorriendo los kilómetros mientras te sobrevuelan aves zancudas y te deleitas mirando s’Estany Pudent. Hay que madrugar porque aquí el sol enseguida lo tienes martillándote la cabeza. Aquí suele reinar el silencio aunque de vez en cuando te cruzas con un paseante, trabajadores, inconfundibles por sus polos uniformados, que van a por una nueva jornada en patinete eléctrico o un grupo de turistas, no más de ocho o diez, que recorre el camino a caballo detrás de un guía.
Una tarde con un tinto de verano en Gitana o el Bartolo y un madrugón corriendo por estos caminos, y en doce horas has bajado las revoluciones y te has olvidado del trabajo. No hay mejor desengrasante en el mundo.
Este año lo estoy disfrutando especialmente porque venía de un parón de seis semanas. Una operación leve me obligó a dejar de correr durante más de cuarenta días. Parar de correr, para mí, es perder el vehículo que me equilibra. Así que convenía estar mentalizado. La mañana de la operación, aún de madrugada, me quité el reloj y aproveché para ir dando un paseo con Alba hasta el hospital. Disfruté de cada paso porque era muy consciente de que eran los últimos en unos días. La intervención requería cierto reposo los días posteriores y a mí eso me mata. Luego ya vinieron los primeros recorridos, muy cortos, después los largos paseos y, finalmente, la vuelta a correr.
Eso fue hace semana y media. Ese día cogí el reloj, lo cargué y volví a poner en marcha el cronómetro antes de empezar a trotar muy despacio. Ya voy recuperando mayor autonomía y hacerlo en Formentera, rodeado de aves y arbustos, contemplando como empieza un nuevo día y deleitándome con el paisaje, el ruido de mis pasos y el metrónomo de mi respiración, está siendo un placer que paladeo con gusto. Feliz verano.