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ANÁLISIS | LA CANTINA

La experiencia de correr en Japón

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VALÈNCIA. A las seis y media de la mañana el sol está ya bastante alto en Kanazawa. Esta ciudad de medio millón de habitantes se encuentra en la parte central de Honshu, en la isla central de Japón. A esa hora correr, aunque parezca increíble, se acaba convirtiendo en un suplicio. Ya hace calor y por la orilla del Río Saigawa, que desemboca en el cercano Mar del Japón, la humedad es terrible. Pero correr en los destinos de vacaciones es una tradición y un placer.

Mi amigo Nacho, infinitamente más veloz que yo, sacrifica el día para correr junto a este viejo decrépito. Él va tranquilo y yo hago parecer que también. Pero en cuanto alcanzamos el cuarto kilómetro y damos media vuelta para volver por el sendero que discurren en paralelo al río, empiezo a sufrir. No me puedo creer que a las siete de la mañana estemos a casi 30 grados y más del 80% de humedad. Llega un momento en el que dejo de fijarme en las garzas. Solo miro el reloj para ver que las pulsaciones no paran de subir. Se sufre, pero también se disfruta y luego sales del río, de ese camino de nueve kilómetros de largo por el que te cruzas con numerosos corredores, y vuelves trotando entre las casas de estilo tradicional que tanto abundan en Kanazawa y se te olvida el dolor.

El viaje, que tiene como destino final Tokio, donde se va a celebrar el Mundial de atletismo del 13 al 21 de septiembre, arranca en Kanazawa, famosa por sus gheisas, los barrios antiquísimos y los jardines Kenroku, que llevan desde el siglo XVII y que pugnan por estar entre los tres más impresionantes de todo Japón.

De ahí, atravesando los alpes japoneses, pasando por Ainokura, aún a salvo del turismo masivo, y sus casas esilto gasshö-zukluri, llegamos a Takayama, donde solo te cruzas con españoles y algún europeo más. Takayama, con calles que parecen llevarte al Japón feudal, tiene toda la pinta de convertirse en tres o cuatro años en uno de esos lugares arrasados por el turismo. Aún se mantiene genuina y cuando sales a correr por las mañanas los conductores te respetan y te ceden el paso.

El río vuelve a ejercer de guía, la referencia para no perderse. Y el sol vuelve a salir dos horas antes de lo que estamos habituados en España. Al trote vas pensando en los detalles del viaje: el pescado crudo ingerido en cantidades industriales, el restaurante que ofrecía platos con carne de oso, mapache o jabalí, los templos que están por todas partes y de los que acabas aburrido, el dulce hecho con claras de huevo en el mercado que se monta temprano cada mañana, o en la luz mágica de Kioto, donde yo iba tarareando sin querer ‘Kyoto Song’, una canción de The Cure, uno de los grupos de mi juventud.

Y cuando vuelvo a la ciudad veo que la vida se pone en marcha, que la gente se mete en unos curiosos cochecitos cúbicos con un morro minúsculo para irse a trabajar, mientras los niños, muy pequeños para países con la seguridad que tiene España, caminan en fila india, unos detrás de otros, con solo ocho o nueve años, siguiendo a una niña, no mucho mayor que ellos, o de la misma edad, que encabeza la ristra con una bandera amarilla en la mano. En otras ciudades, como en Kioto, se suben al metro uniformados, con la cartera a la espalda y un dispositivo colgando de un asa con un botón, se supone que una alarma por si algún día les pasara algo.

¡Qué diferente es todo! En estas ciudades más pequeñas es imposible encontrar papeleras. La gente coge las botellas o los restos que les queden de lo que haya comprado y se lo meten en las mochilas hasta que llegan a casa, a un restaurante o a un 7 Eleven.

Los días pasan y el Mundial se acerca. Ahí habrá menos tiempo para correr. Algunas pruebas, las de más kilometraje, comienza temprano y después de haber corrido incluso más pronto que ellos parece increíble que se pueda hacer un maratón en estas condiciones. Mi eterna admiración, como siempre, hacia ellos.

Tokio está atiborrado de españoles. Aún no hay cifras oficiales pero en 2024, antes de este boom, el porcentaje de visitantes de nuestro país creció un 57%. La bajada del yen ha convertido este país, que teníamos como muy caro, en relativamente barato. Una botella de agua en un lugar turístico puede costarte 60 céntimos y también puedes comer una tempura excelente con un bol de arroz por cerca de diez euros. Los españoles hemos tomado Japón este verano.

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