Polideportivo

ANÁLISIS | LA CANTINA

Llopis, Tokio y el Mundial de atletismo

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VALÈNCIA. Llego al apartamento empapado. Llueve a cántaros en Tokio y las temperaturas han bajado de golpe. No me importa: aún conservo en el paladar el regusto de la carrera de Sydney McLaughlin. La tarde húmeda y algo más fresca ha arruinado, probablemente, un récord del mundo de la estadounidense, que se quedó a 18 centésimas de una plusmarca con casi 40 años de antigüedad. Hace un rato, en la cena en un yakitori, rodeado de brochetas y pollo frito, los más viejos recordamos que éramos unos niños cuando el récord de Marita Koch. Y contamos, mientras lubricamos el gaznate con unas Asahi, que las proezas, cuando éramos niños, o jóvenes, y las veíamos por televisión, nos parecían más proezas.

El récord de Mondo Duplantis, volando por encima de un listón puesto a 6,30 metros de altura, es icónico pero me impacta menos ahora, justo ahora, cuando sé perfectamente la complejidad y el trabajo que tiene detrás, que los que vi de niño, todo inocencia, cuando simplemente pensabas que aquellos atletas eran superhombres. 

Un Mundial en Tokio es algo muy especial para los europeos. Ya estuve en el de 2007, en Osaka, y cuanto más lejos viajas, cuanto más diferente es el lugar, más extraordinario te parece todo. Porque aquí te maravillas viendo ganar a Isaac Nader los 1.500 y al rato te quedas con la boca abierta viendo las rarezas de la calle Takeshita, un carril consagrado al consumo, donde puede entrar en un café y tumbarte con capibaras, cerditos o cachorros de perro con la piel de un oso polar. O vibras con el ataque descomunal de Moha Attaoui en los 800 y, más tarde, te encuentras a unos japoneses imitando a Elvis.

En Japón son muy serviciales, muy educados, muy respetuosos y, encima, no hablan a gritos en el metro. Pero también son cabezotas, cuadriculados e intransigentes con algunas cosas. Nos han vendido que son la civilización más cabal del mundo y después no paras de ver a chicos y chicas disfrazados de personajes de ‘anime’, como si se creyeran que pueden convertir el mundo en un cómic. Niñas de 10 años vestidas de Lolita y jóvenes con lentillas de colores y maquillaje para parecerse a vete tú a saber quién.

Tokio 2025 ha confirmado a un valenciano en la élite mundial. Quique Llopis volvió a ser cuarto en los 110 metros vallas. Como en los Juegos de París. Cuando llegó a la zona mixta, yo suponía que iba a estar cabreado por quedarse una vez más a las puertas del podio. Pero estaba feliz y sonreía y, aunque sabía que se había quedado muy cerca de las medallas, tenía la inteligencia emocional suficiente para saber valorar lo que había hecho, que, básicamente, consiste en haber llegado al campeonato con 10 rivales con mejores marcas que él y acabar solo por detrás de tres.

Toni Puig, su entrenador, estaba cabreado. El técnico de Gandia lleva toda la vida en el atletismo y sabe lo difícil que es que te caiga en las manos un unicornio como Quique Llopis. Y le duele que se haya escapado la medalla por tan poco. Los dos tienen mucho mérito. El vallista por hacer todo lo que está en su mano por ser mejor cada año. Y su entrenador porque es mucho más consciente de lo difícil que es todo lo que está viviendo y se está dejando el alma por no fallarle.

Quique y Toni forman un dúo maravilloso. Son de lo mejor del deporte valenciano. El joven con ese corpachón tan largo y esa voz tan grave. Y el técnico, con la sabiduría de un veterano y, disimulada, por pudor, la emoción de un niño con una pelota nueva y rutilante.

Tokio sigue. Mañana toca ver unos combates de sumo en un recinto legendario, el Ryōgoku Kokugikan. Y después, nuevas proezas en Estadio Nacional, recubierto de láminas de madera procedente de las 47 prefecturas de Japón. Es un lugar fantástico donde cada tarde se reúnen 50.000 espectadores para ver la jornada y vibrar con nuevas hazañas.

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