VALÈNCIA. Llama tanto la atención que siempre hay una cámara que se centra en ella después de cada salto. Nicola Oyslagers se ha bajado de la colchoneta, se ha ido al banco donde esperan las saltadoras y entonces abre una libreta y empieza a escribir. Ahora muchos sabemos qué pone en ese diario, pero al principio era todo un misterio que disparó la imaginación de periodistas y aficionados al atletismo. Pero no es solo la libreta. Es también la preparación antes de cada salto: la visualización de la carrera, la batida, el franqueo del listón… La atleta, muy creyente, mira al cielo. La australiana, doble subcampeona olímpica, se golpea después las piernas con los puños y da un grito: “Come on!”. Y entonces arranca su carrera, ni muy rápida, ni muy lenta, hacia el listón.
En esa libreta hay de todo. Desde sus puntuaciones, de 0 a 10, de cada parte de su salto hasta dibujos o versículos de la Biblia. O palabras en clave, como ‘Seabiscuit’. Ese era el nombre de un caballo de carreras, un purasangre que ganó muchos trofeos entre los años 30 y 40, y que se hizo famoso porque empezaba despacio y acababa muy rápido. Así que se escribe ese nombre para recordar cómo tiene que ser su carrera.
Nicola McDermott -el apellido familiar que luego cambió por el de su marido- fue una niña con complejo por su estatura. Una chiquilla con los brazos muy largos y las piernas muy largas. Hasta que encontró su sitio en el salto de altura. Ahí era una ventaja ser alta y entendió cuál era el propósito de haber sido creada así.
Eso es porque ella, de fuertes convicciones religiosas, piensa que todo tiene un propósito. Es más, ella piensa que sus éxitos empezaron a llegar cuando convirtió al Señor en el centro de su vida. Hace unos días, en Nanjing (China), revalidó su título de campeona del mundo en pista cubierta. El día de la final, como se pudo ver después en algunas fotografías ampliadas, llevaba el nombre de Jesús escrito en su muñeca izquierda y debajo unas palabras ininteligibles.
Antes de eso, cuando aún era una adolescente, Nicola descubrió que ninguna mujer australiana había saltado nunca por encima de los dos metros, y lo convirtió en su nuevo propósito. Eso y llegar a ser olímpica algún día.
La primera vez que saltó 1,90, en 2017, logró la clasificación para su primer Campeonato del Mundo. Luego llegó a Londres y no pasó de 1.80. Quedó última. Un año después (2018) subió a 1,91 y viajó a Europa, donde comprobó que su técnica no era la mejor. Decidió arriesgar y cambiar. Ya con su nueva técnica (2019) saltó 1.94. Ahí averiguó que su cuerpo era capaz de hacer algo más y desde ese año comenzó a escribir sus sensaciones en un diario.
Luego vinieron sus mayores éxitos. Los dos títulos mundiales bajo techo y, sobre todo, las dos medallas de plata en los Juegos de Tokio y París. Pero por el camino hubo grandes aprendizajes.
En junio de 2019 ganó su primera competición en Estocolmo. Al acabar, totalmente exhausta después de hacer 14 saltos, su manager la llamó por teléfono para decirle que había conseguido meterla en el Golden Spike, un mitin que se celebra en Ostrava dede 1961. Nicola estaba muerta, pero dijo que sí. Voló de Estocolmo a Viena y luego cogió un tren hasta Ostrava. Diez horas después llegaba al hotel agotada. Cogió la llave, subió y al intentar abrir vio que no funcionaba. Nicola, destruida físicamente, se hundió. Tiró la maleta, se sentó en el suelo, cogió una barrita de proteínas con mantequilla de cacahuete y se puso a llorar.
Esa noche una fisioterapeuta que apenas chapurreaba algo de inglés le dio un masaje extraño, pero estaba tan cansada que se dejó llevar. Al acabar, le dijo: “Mañana te sentirás genial”. Pero al día siguiente estaba agotada. Los músculos ardían de dolor y encima no estaba su entrenador en la grada. No quedaba otra que abrir su libreta y repasar algunos conceptos. Estaba tan cansada que le pidió ayuda a Dios. Y ese día, pese a no tener tantas fuerzas como en otras competiciones, saltó técnicamente mejor que nunca. Confió en Él y vivió su mejor día encima del listón. Entonces reflexionó y pensó que por qué esperar a sentirse agotada para pedir ayuda divina, que esa iba a ser su prioridad a partir de entonces. “A veces, cuando sentimos que nuestra fuerza es limitada y está llegando a su fin, tenemos la oportunidad de encontrar de dónde viene nuestra fuerza”.
Nicola Oyslagers lleva desde los 14 años con el mismo entrenador: Matt Horal. Él le enseñó que lo más difícil en el salto de altura es ser consistente. “Tú puedes hacer un día un gran salto de dos metros, pero lo más importante es que tú vas a tener que seguir saltando. Un salto y otro y otro más. En diferentes condiciones meteorológicas, en circunstancias diferentes, en estadios distintos… Y en el salto de altura has de hacerlo una y otra vez. Es increíble que para superarte un centímetro tengas que trabajar durante años. En cada salto necesitas saber qué más tienes que hacer para pasar al siguiente nivel. Mi ambición es llegar lo más alto posible y no conformarme nunca con lo que tienes”.
Yaroslava Mahuchikh, una fantástica saltadora ucraniana de ojos tristes, saltó el año pasado 2,10 y batió un récord del mundo que tenía 37 años de antigüedad. Oyslagers, en lugar de sentirse intimidada, recibió aquella noticia como una motivación para intentar saltar más alto, para ser más ambiciosa. El año pasado, después de ganar el campeonato de su país con un nuevo récord de Australia (2,03), no buscó un centímetro más. La campeona pidió que pusieran el listón en 2,06 para empezar a acostumbrarse, y perderle el respeto, a las grandes alturas.
Aún no ha conseguido este nuevo reto, pero ella insiste y sigue apuntando de manera minuciosa todo lo que siente en cada salto. En Tokio empezó a darse varios nueves, pero al final decidió redondear y darse un 10. Ahora ese salto ya no sería un 10. Ahora es mejor saltadora.
Luego, en una de esas largas esperas hasta que las rivales saltan una altura que ella ya ha superado, repasa su libreta para recordar sensaciones o cómo era la pista en aquel estadio. También puede encontrarse el dibujo de un león que le da fuerza. O se encuentra un versículo de la Biblia que considera inspirador: “Pero los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas, volarán como las águilas, correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán”.
Entonces intentará retener toda esa información y todas esas motivaciones y canalizarlas hacia su salto cuando se coloca delante del listón. Luego mirará al público, le pedirá palmas y cuando este responda, ella sentirá que la gente está adorando al Señor. Su marido, Rhys Oyslagers, tiene claro que ese sentimiento le cambió la vida. “Dios le ha cambiado. Es como si le diera músculos. Ninguno de sus objetivos, ni estar en los Juegos Olímpicos, ni los elogios, son más importantes que lo que ella es fuera del deporte”. Ella lo explica de otra manera. “Yo no quiero ser recordada por las alturas que he superado”. La doble subcampeona olímpica prefiere que la gente recuerde que todo es posible si tienes fe. La australiana adora a Dios y quiere que la gente le vea a Él a través de ella.
Su filosofía dice que el éxito no es su techo sino la base de alguno nuevo. “Last year’s celing has become the floor this year’s floor” (El techo del último año será la superficie del próximo año). Y en esta línea, Nicola y su gran amiga y atleta Naa Anang han fundado Everlasting Crowns (Coronas eternas) para guiar e inspirar a deportistas a través de la fe y el crecimiento personal.
La atleta de 28 años, que nunca se ha movido de Central Coast, en Nueva Gales del Sur, sabe que no todo es cuestión de fe y por eso se ha rodeado de un equipo de expertos para intentar ser mejor deportista, como un fisio para curar y prevenir lesiones, on una especialista en pilates para mejorar su rango de movilidad y flexibilidad.
Un trabajo de años que siempre le conducirá a una pista de atletismo. Entonces sacará una sonrisa que no se sabe si es espontánea o forzada, pedirá palmas al público, mirará al cielo, extenderá los brazos, se golpeará los muslos, gritará “¡vamos!” y saldrá decidida hacia la colchoneta, en una carrera antinatural en la que el cerebro te está pidiendo que pares porque parece imposible llegar hasta debajo del listón, saltar, rotar en el aire y eludir la barra antes de caer de espaldas en la colchoneta. No rendirse a lo natural, poner los brazos como escudo y detener esa carrera, para asumir lo extraordinario, un salto grácil por encima de un listón colocado por encima de tu cabeza.