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análisis | la cantina

Rovellet, el coqueto estilista que arrasó en los 50 y los 60

24/01/2025 - 

VALÈNCIA. Un día, hace muchos años, en Gandia, el público no se atrevía a apostar en contra del Rovellet, la figura indiscutible de la pilota en los años 50 y 60. El ‘marxador’ lo intentaba, pero no había forma. Hasta que Olaso, un marchante de la naranja y uno de los postores más fuertes de aquella época, se levantó y anunció a todo el mundo que el Rovellet y él se iban a enfrentar al trío. Y, a continuación, gritó: “Van tots!”. Él cubría todas las apuestas. La gente empezó a sacar el dinero de los bolsillos pensando que eso era un chollo. La partida empezó y, aunque el Rovell le pedía que se apartara, Olaso intentaba ayudar y no hacía más que errar una pelota tras otra. Al final, harto, Tonín se acercó y, muy serio, le ordenó que dejase pasar todas las pelotas que él le pidiera. A partir de ese momento, el resto se las jugó todas y él solo derrotó al trío. El Rovellet se llevó la gloria (y una propina generosa) y Olaso, la cartera llena.

Historias como esta se han ido refrescando esta semana. Antonio Reig (1932-2025) ha muerto a los 92 años después de recibir un tratamiento muy agresivo por unos nódulos que le detectaron meses atrás. La radioterapia lo tumbó. Los últimos años, fuera la hora que fuera, muchos días y muchas noches se veía obligado a coger el teléfono para pedirle ayuda a Pedro ‘El Zurdo’, un pelotari de dos generaciones posteriores que vivía encima suyo en el piso que le compró cuando murió su madre. Y Pedro, que lo quería como a un padre y vivía en la casa de arriba, bajaba y ayudaba a levantarse o a lo que fuera a Tonín y a Maruja, su mujer, que llevaba mucho tiempo enferma.

El edificio de ambos está en la calle Pelayo, donde nació y murió Tonín, como lo conocía su gente. Por eso siempre se habló de su relación con el trinquete Pelayo, aunque la verdad es que estuvo peleado con algunos de sus empresarios y por eso derrochaba su talento en trinquetes como el de Burriana o el de Gandía, donde se alternaban, un día una modalidad y al otro la contraria, el raspall y l’escala i corda.

El Rovellet empezó su carrera peleado con el ‘trinqueter’ del momento porque que no quería pagarle lo que él consideraba que valía, y se despidió, tres meses antes de morir, proclamando que Pelayo no merecía ser llamado la catedral porque aquel trinquete, cerrado casi todos los días y con un público más bien escaso, se parecía más a una ermita que a una catedral. Palabras que escocían pero que él, con 92 años a sus espaldas, no le apetecía callarse. Dignidad hasta el último de sus días, cuando ya intuía que estaba en tiempo de descuento. Los días en los que Pedro intentaba animarle. “Vamos, Tonín, espabila, que tenemos que ir a comer gambas”. El Rovell, muy cansado, lo miraba entonces de una forma que su amigo ya comprendía que no le quedaba mucho.

Tan mayor murió el Rovell que no tiene quien le escriba. Sí, se han publicado generosos obituarios ensalzando su conversación, su memoria y hasta su elegancia. Pero nadie, ningún periodista, le había visto jugar. Yo tampoco. “Él quería llegar a los 104 años, como su tía de Pedralba”, apunta Pedro, la persona que lo asistía por las noches y que lo llevaba a homenajes, entierros y comidas. Pedro es uno de tantos que ha llorado su adiós.

Por suerte queda Paco Durá, un periodista septuagenario de Quart de les Valls que se entretiene publicando sus recuerdos, sus precisos y documentados recuerdos, en Facebook, donde tiene una legión de seguidores que agradecen sus informaciones y las fotografías en blanco y negro de tiempos pasados. O Vicente Alcina, otro expilotari de la calle Pelayo que llegó a jugar con él como aficionado y no olvida el día que le acompañó a Quart de les Valls. “Ya hacía años que se había retirado, pero recibieron al Rovell con banda de música, cajas llenas de naranjas, otra con melones y también una caja con puros de pata de elefante”. Era un hombre muy querido, como también lo comprobó Pedro. “Íbamos a los pueblos y la gente mayor lo reconocía solo con verle caminar por detrás”.

A los 15 años, en 1947, ya jugaba como profesional y, como no estaba permitido, tenía que falsificar la licencia. A él, en realidad, lo que le gustaba de niño era el fútbol. “Pero los padres de aquella época eran un poquito dictadores y como mi padre había jugado a pelota, pues me obligó a ir al trinquete”. Él había crecido allí, en el trinquete Pelayo, donde entraba ya con año y medio, con el andar tambaleante de los niños que acaban de aprender a caminar, cuando su madre lo llevaba para que viera a su padre, un hombre de Dénia al que llamaban ‘Rovell’ que trabajaba allí como ‘marxador’.

Rovellet, su hijo, dominó los trinquetes en los 50 y los 60. Los pocos que le han sobrevivido y que le vieron en acción recuerdan su elegancia en la cancha. Tonín era un estilista que, aunque jugara de blanco, salía del trinquete inmaculado. Si se despeinaba, entraba en el vestuario, coqueto, sacaba el peine del bolsillo y se arreglaba el pelo. Luego volvía y machacaba a sus rivales con una calidad técnica inmejorable. “Coneixia la pilota com ningú i li entrava amb molt d'aire”, recuerda Fredi, uno de los niños de la calle Pelayo que creció a la estela de su fama.

Fredi rememora algunos momentos y asegura que les influyó mucho a los de su generación mientras se toma un té humeante en la terraza de Dulces Martín, en la esquina de la calle Xàtiva con Pelayo, donde el Rovell bajaba a tomarse un café cada día dispuesto a charlar con cualquiera que se sentara a su lado. Fue un gran conversador, con una memoria elefantina, y un hombre humilde a pesar de su grandeza como pilotari en una época en la que tuteaba a las estrellas del Valencia. Una figura del deporte que muchos días se entrenaba con Amadeo o Vicente Asensi, dos de los integrantes de la delantera eléctrica de aquel Valencia campeón.

El Rovellet fue, en los años de la posguerra, el eslabón entre Juliet d’Alginet, su antecesor como número uno de la pilota, y Eusebio, su sucesor. Él, gracias a su pericia con la pelota, vivió como un privilegiado. Cada mañana se levantaba y bajaba a la calle Pelayo para que Alfredo, un peluquero sordomudo, le peinara. Después giraba la esquina y se sentaba en el Bar Valencia, al lado de los mejores futbolistas y toreros, a leer el periódico mientras un limpiabotas le daba lustre a sus zapatos. Nunca, ni cuando ya había desaparecido de València el último limpiabotas, dejó de llevar el calzado reluciente ni la ropa sin una arruga. Y el Genovés, la siguiente figura que revolucionó los trinquetes, como sabía de su manía por ir siempre impecable, le pisaba los zapatos para hacerle rabiar.

A Suret I, un rival que lo admiraba con tanta devoción que, pese a ser su rival, le llevaba la maleta al llegar al trinquete, le gustaba recordar el día que se fueron juntos a jugar a Burriana. Fueron en tren hasta allí, pero luego, como había un par de kilómetros hasta el trinquete, les tocó ir andando desde la estación. Al llegar, Suret llevaba los zapatos llenos de barro. Entonces le miró los pies al Rovellet y los tenía impolutos.

En la cancha era igual de delicado. Las pelotas entonces pesaban menos que ahora y el Rovell jugaba prácticamente sin protección. Cuando pasaba al ‘dau’, se quitaba el guante para tener más control sobre la pelota. “No he visto a nadie controlar la dirección de la pelota como a él. Y la visión de juego que tenía. No sé si es por eso pero al Rovell le encantaba ver jugar a Roger Federer”, recuerda Alcina.

Esa técnica tan exquisita le convirtió en la figura de su tiempo. El rival más temido desde que, con 15 años, debutó con una victoria en Pelayo. El Rovellet y el Lloco vencieron al Xiquet de Gata y al Xato de Pedreguer. Luego se batió con los mejores. No se enfrentó a Juliet hasta 1949. Mucho después irrumpiría Eusebio. Su rivalidad animó a organizar tres desafíos mano a mano. El Rovell, que tenía 35 años, diez más que su rival, ganó los dos primeros duelos con holgura. No hizo falta un tercero.

Luego, después de haber ganado un dineral, de haber sido también extremadamente generoso, llegó la retirada. Y entonces vinieron varios empleos en los que nunca se sintió a gusto. Tonín fue el jefe de sala de un bingo. Un postor, el tío Català, le puso un bajo debajo de casa para vender electrodomésticos. Y hasta regentó un bar al lado del trinquete Pelayo. Nada funcionó. Ni siquiera un negocio de distribución de bebidas alcohólicas. Con el dinero que ganó en los trinquetes al menos pudo comprarse un terreno con campos de naranjos en Bétera y hasta un chalet con piscina en forma de riñón en L’Eliana.

Hace un par de años pasé por la puerta de Dulces Martín y lo vi sentado dentro con Fredi. Entré y le transmití que tenía un aspecto envidiable a sus 90 años. El Rovell me miró agradecido, sonrió y, algo lacónico, me soltó: “A mi edad, un día estás aquí y a siguiente ya no”. Entonces me contó la anécdota de la mañana que almorzó con una leyenda del Valencia. Ese día estuvieron de charla un buen rato y luego se despidieron con un apretón de manos. El Rovellet volvió a su casa y por la tarde bajó otra vez a la calle. A los dos pasos se encontró con un conocido que le dijo que era una lástima lo de aquel jugador del Valencia. El pilotari, extrañado, le dijo que por qué sentía lástima, si había estado con él por la mañana. El conocido le comunicó entonces que el futbolista había muerto esa misma tarde. “Ese día entendí que un día estás estupendo y al otro te has muerto. No pasa nada. Yo he tenido una vida estupenda”.


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