análisis | la cantina

40 años corriendo

10/01/2025 - 

VALÈNCIA. No te haces viejo cuando sientes las primeras señales, esas canas que manchan tu mata de pelo negro como el carbón, o ese niño inocente que un día te habla de usted en la cola de un kiosco, o, peor aún, ese otro que, un par de años después se dirige a ti llamándote señor… No. Te haces viejo el día que descubres que algo ya era antiguo hace 20 años. O el día que una señora, ya no un niño, te llama señor. No sienta bien. Como tampoco sienta bien, más bien fatal, el día que subes al autobús y una chica gentil se levanta y te ofrece el asiento. Eso es demoledor.

Son señales que te escuecen, pero que, en el fondo, apenas hieren tu orgullo, tu cabeza eternamente adolescente que envejece mucho más despacio, dramáticamente más despacio, que tu cuerpo. Mucho peores son los amaneceres, cuando sales de la cama y te duele apoyar un pie. O la mañana que te cuesta ponerte un calcetín. O esa tarde de un día especialmente ajetreado en el que descubres que llevas dos minutos durmiendo en el autobús de puro cansancio. Eso ya es irremediable: eres un viejo.

Yo, que soy un cascarrabias, además odio a los viejos cascarrabias. Así que me he propuesto suavizar mi carácter. No confío mucho en mí, la verdad. Más claro tengo que, mientras pueda, me mantendré activo. Ahí tengo una gran ventaja sobre los demás: yo no corro para poder correr el maratón de no sé dónde. Ni corro para mantener la línea. Yo corro porque me gusta. Adoro la sensación de libertad que siento trotando, cada vez más lento, por el río. O por un bosque. O a la orilla del mar bajo ese sol de junio apenas ya soportable en Formentera. O esos viajes que te llevan a correr de madrugada por los puentes que cruzan el Sena, el Támesis o el Danubio.

Siempre me ha gustado correr. Es algo que sentí de niño en aquellos solitarios fines de semana de la infancia en mitad del monte sin más compañía que los pinos y los naranjos en la ladera de la Serra de la Creu, en Genovés. Combatía el tedio a la carrera. Del aburrimiento a la diversión había unas pocas zancadas creyéndome John Wayne o Curro Jiménez a lomos de su caballo.

El hábito llegó algo después, en la adolescencia, cuando la cabeza de los demás ya se había convertido en la de un pequeño hombre, y la mía, con la misma edad, seguía siendo la de un niño. Siempre me sentí más joven de mente que mis coetáneos. Lo que ocurre ahí dentro, por suerte, no sale de mi cráneo. Mi mentalidad juvenil en un hombre de pelo cano, arrugado y encorvado por el tiempo es un secreto que solo lo más íntimos han descubierto. Ellos dicen que estoy como una cabra, pero yo sé que no es eso, que no es demencia, que simplemente es la cabeza de un joven encerrada en la cápsula de un viejo.

Decía que salir a correr se convirtió en algo cotidiano a los 15 años. Ahí, influido por mi tío Fernando, uno de esos primeros maratonianos a los que me quedaba viendo, embobado, aquellos fríos domingos de febrero cerca de la Alameda, me lancé a correr y nunca más paré. Solo me frenaron las lesiones. O me lastraron los kilos de más de los últimos años. Pero al principio era un corredor ágil y ligero que corría sin ciencia ni mesura. Aquellas primeras Nike Pegasus que no me gustaron. Ese primer dorsal de la Volta a Peu, con el que me sentía orgulloso cuando don Ricardo, el profesor de educación física, anotaba mi nombre al verme pasar por la Gran Vía. Punto positivo. Mis primeras veces en el Gran Fondo de Siete Aguas, cuando era una carrera admirada en todas partes. O aquellas mañanas de verano, del peor verano de España, en el tórrido Genovés, cuando salía al alba del chalet e iba hasta Xàtiva y volvía, después de refrescarme en la fuente de los 25 caños, corriendo como un demonio.

Pocos placeres he encontrado en la vida mayores que correr veloz. Cuando sentías que ibas a cuatro minutos por kilómetro sin que se te saliera el corazón por la boca. Esa sensación de poder, un poder casi salvaje, como si fueras un lobo o un caballo, hacía que me estremeciera. Siempre me fascinó ir de un sitio a otro. Alcanzar un pueblo como los antiguos, sin más ayuda que tus pies y un calzado. Eso fue algo que me conquistó en el Maratón de Nueva York, cuando sientes que vas pasando de un distrito a otro, como si fueras un vagón del Subway. O la sensación de correr en manada, como en los tiempos del Grupo Salvaje de Correcaminos, cuando los sábados por la mañana, a las ocho en punto, salías del polideportivo de El Saler o L’Eliana y desconocías cuándo regresarías. Los veteranos te engañaban cada sábado. “Tranquilo, Palo Largo, hoy solo haremos 12 kilómetros”. Pero luego llegabas a una fuente, donde, en teoría, deberías beber y darte media vuelta, y entonces los jefes de la manada proponían ir un poco más allá. Y allá, otro poco más, hasta la roca de no sé qué. Al final aparecías en el polideportivo con 25 kilómetros en las piernas y una sonrisa torcida en la boca.

Solo el jolgorio nocturno con mis amigos, también salvaje, ha podido echarle un pulso al placer por sufrir corriendo. Sobreponerte a un momento de debilidad en mitad de un rodaje también te hacía sentir bien. Siempre fui más de correr a mi aire que con dorsal. Muy pocas carreras que han conquistado. Aún me quedan algunas. Y en eso ando, antes de que me dé cuenta y, de viejo, pase a anciano decrépito y ya no sea capaz. Hace unos meses me lancé a por la Pujada al Castell de Xàtiva. Una carrera muy dura y muy bonita. Una carrera en la que sufres cuando subes y sufres también cuando bajas por las calles tremendamente empinadas en las que es difícil frenar tus 90 kilos lanzados hacia abajo. Después, el 31 de diciembre, repetí, como el año anterior, en la San Silvestre Vallecana, una fiesta del correr a lo grande. También te haces viejo el día que prefieres correr la Vallecana a salir de parranda en Nochevieja. Aunque siempre dije que salir en Nochevieja es de aficionados. Los golfos profesionales preferíamos aventurarnos la víspera, el 30. Porque, además, al día siguiente no había que trabajar porque el 1 no salía el periódico.

Un día después de la Vallecana, ya en 2025, miré mi tiempo en las clasificaciones y descubrí, horrorizado, que ya pertenecía a la categoría M55. Había olvidado que una semana antes había cumplido los 55. Me quedé pensativo. Cincuenta y cinco años. Una barbaridad. No tardé mucho en caer que eso, además, era como una especie de cumpleaños del correr. Porque si había empezado a correr a los 15, significaba que ya llevo 40 enamorado de esta afición que ahora ya es tan popular. No lo era en aquellos 15 de aquel chaval de 1,90 y 70 kilos. Ningún amigo corría por aquel entonces.

Luego sí. Y entonces llegaron esas mañanas soleadas de invierno en El Saler junto a mi amigo Juanito, felices de correr por la Devesa, pasar por el Casal d’Esplai, rodear el lago artificial, cruzarte con una perdiz, ir por el arcén de la carretera, la CV-500, hasta El Perellonet, pegar un trago en la fuente, benditas fuentes, y media vuelta entre matojos y sotobosque mediterráneo. Cansados pero felices. Y el almuerzo de después, bocata y Coca-Cola en el Ca Pepe rodeado de viejos sabios que habían sabido buscarse un retiro modesto pero tremendamente agradable allí, en El Saler. Aquellos viejos te parecían entonces gente inservible, pero ahora que les has alcanzado descubres que era gente inteligente, merecedora de ser imitada ahora que eres tú el viejo. Un viejo corredor.

 


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