VALÈNCIA. Hay algo en 'Diego Maradona', el documental sobre el astro del fútbol fallecido esta semana que dirigió Asif Kapadia en 2019, que lo convierte en una película de terror. En sus más de dos horas de duración es imposible encontrar un plano o una secuencia en la que Maradona esté solo. Y eso, en un filme que trabajó con un corpus de más de 500 horas de la vida del futbolista argentino durante su estancia en Nápoles, es terrorífico. Maradona aparece siempre rodeado por gente, mucha gente, cámaras, micrófonos, periodistas que le preguntan, personas que le empujan porque quieren estar cerca de él o abrazarlo, en todo tipo de circunstancias. Su vida es como un inmenso 'Gran Hermano' con espectadores en el plató, siempre atentos a cualquier gesto, cualquier reacción y cualquier palabra de la estrella futbolística, mientras las cámaras y los micrófonos amplifican todavía más esa vida para millones de personas. Es realmente pavoroso pensar en cómo un veinteañero surgido en un barrio degradado de Buenos Aires podía lidiar con esa vida escrutada perennemente, esa negación de la intimidad de por vida que fue la moneda de cambio para salir de la pobreza.
Duele ver a un ser humano acorralado permanentemente, arrancada su privacidad por una gloria más o menos eterna que le permitía hacer lo que quería. Pero es que la vida de Maradona fue una larga disputa entre el dolor y la gloria, en la que ambos convivieron juntos desde que, con 15 años, empezó a jugar en Argentinos Juniors. Maradona conoció el dolor de primera mano, el de un fútbol tan violento y despiadado con los huesos del rival como el que se jugaba en los años 80. Ver ahora algunas de las entradas que recibía Diego produce escalofríos. Ver ahora cómo le destrozó el tobillo Goicoetxea (que solo recibió tarjeta amarilla por aquello) pone los pelos de punta. Maradona se acostumbró a vivir con ese dolor, a esquivarlo como podía, saltando como un Mario Bros sin bigote a cada hachazo que le lanzaban sus rivales, a soportarlo en silencio porque sabía que el dolor de los golpes y las lesiones iban en el sueldo del futbolista. Incluso muchos años después de dejar de jugar al fútbol, Maradona transmitía ese dolor al andar como un inválido. Gabriel Batistuta reconoció hace unos años que había llegado a pedir a los médicos que le cortaran las piernas, para no tener que soportar más el dolor que sentía en sus extremidades. Diego no llegó a tanto.
Claro que el dolor también lleva aparejada la gloria, como en la película de Almodóvar con la que la vida de Maradona guarda, aunque sea en abstracto, cierta similitud. Para Maradona, la gloria significó no solo abandonar un porvenir de pobreza, supervivencia y quizás delincuencia, sino saber que podía hacer lo que le viniera en gana sin que el mundo se lo reprochara, más allá de sus inevitables haters. Baste un ejemplo. En 1988, en el momento álgido de su carrera, voló a Berlín para pasar unos días de vacaciones y pidió públicamente una cita con Katarina Witt, campeona olímpica de patinaje artístico en Calgary unos meses antes. Witt, una belleza deslumbrante de 23 años, fue una de las primeras atletas del Este de Europa que trascendió al mundo del deporte. Maradona, en su omnipotencia, pensó que se la podría beneficiar, pero la patinadora de la RDA lo dejó con un palmo de narices, lo que provocó el público enfado del futbolista. Lo mismo le sucedió con las drogas, el alcohol, los excesos, las opiniones políticas o las eventuales salidas de tono. Todo se le permitía, le saliera bien o no.
Quizás para muchos, la figura de Maradona sea recordada por sus adicciones, sus excentricidades o su temperamento, siempre al borde de un ataque de nervios. Pero los que lo vimos jugar en directo lo recordaremos como lo que fue: el jugador más determinante que ha habido jamás sobre un campo de fútbol. Y en Valencia tuvimos la ocasión de disfrutarlo dos veces.
Mestalla fue el primer estadio español en el que jugó Maradona, en un partido de preparación para el Mundial del 82 entre el Valencia y Argentina que ganó el seleccionado albiceleste después de una estratosférica jugada del 'Pelusa'. Fue en los tiempos del proceso sucesorio en el trono del fútbol mundial, de Kempes a Maradona, que se encontraron en aquel partido. Un año después, cuando ambos ya habían pasado el purgatorio del Mundial (en el que hubo mucho dolor y poca gloria para Argentina), se volvieron a ver en Mestalla en el encuentro que abría la liga 82-83 y que suponía el debut de Maradona en el campeonato español. Un Valencia decadente, el mismo que sobreviviría en el alambre sin caer en la segunda división por puro milagro, venció al todopoderoso Barcelona de Maradona y Schuster gracias a un gol postrero de Idígoras.