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El equipo basura

18/12/2020 - 

Durante una parte de mi carrera periodística fui un “experto” en cultura basura. Lo fui en la época en la que el mundo no estaba dominado por expertos y con el atenuante de que el concepto “cultura basura” no se había hecho popular como muletilla para calificar a toda aquella manifestación artística que escapaba de los márgenes oficiales o políticamente correctos. La cultura basura era un extraño cajón de sastre que acogía actividades artísticas alternativas, prensa del corazón, pornografía, cine de serie B y el proceloso mundo de la industria cultural de consumo rápido. A lo largo de más de diez años, incluso escribí una columna quincenal sobre el tema por la que desfilaron, sin ningún criterio ni relación, Belén Esteban, Santiago Segura, El Fary, Susana Estrada o la literatura de Vizcaíno Casas, entre muchos otros personajes, y llegué a publicar un libro, 'Basura reciclada', en colaboración con mi esforzado colega de correrías tóxicas Lucas Soler.

Todos esos años de (de)formación profesional me ayudaron a desarrollar una inesperada fascinación estética por lo feo, por lo cutre. Algo así como una sublimación de lo que todo el mundo considera horrible hasta la categoría de arte o de cultura. Cuanto más cutre era algo, más me atraía, más bello me parecía, aunque no lo fuera objetivamente. Una cosa rara, en fin, que solo las matemáticas han podido resolver cuando formularon la regla de que menos por menos es más.

El Valencia de este año me produce una sensación parecida. Si lo miro exento de sentimentalismo, me parece un equipo feo, mal hecho, cutre, una especie de monstruo de Frankenstein cuyos órganos hubieran sido robados de fosas comunes. Es una plantilla confeccionada por unos propietarios que no tienen ni idea de fútbol y cuyo único objetivo es la especulación, lo que vendría a ser lo mismo que si yo, que tengo fobia a los perros, fuera el encargado de juzgar un concurso de canes con pedigrí. De todas las plantillas de primera división, el Valencia debe de tener la peor, no por la calidad de sus jugadores, sino por los agujeros en posiciones importantes del campo y por la evidencia de que está hecha sin un plan de juego, mezclando buenos con malos, jóvenes con veteranos y cojos con sanos, sin ningún criterio técnico o táctico.

Lo que ocurre es que luego ves al Valencia en el campo y lo cutre puede parecerte hermoso, lo que debería de ser natural se convierte en épico y las carencias se esconden tras muchas ganas y pocas virtudes. Los partidos de esta temporada parecen escritos por un guionista con premios: todos empiezan con uno o varios goles en contra durante los primeros minutos de juego, como si el rival empezara a jugar antes el encuentro, dan paso a una reacción infructuosa, en la que la voluntad supera al acierto, y solo en el tramo final se produce el milagro de una remontada que, en la mayoría de los casos, alcanza el empate, pocas veces la victoria.

El año futbolístico nos ha regalado un montón de ejemplos de ese guion disfuncional para los partidos del Valencia, pero yo me quedo con el encuentro de copa de esta semana contra el Terrassa. El Valencia se aprendió el habitual guion de sus encuentros como si fuera un veterano actor de teatro, dio la imagen de un equipo cutre, malo, indigno, un equipo basura. Pero de esa cutrez, de esa fealdad, de esa indignidad brotó una obligada remontada que convirtió la eliminatoria en algo bello, en un pequeño motivo de orgullo, aunque residual, para aquellos que seguimos confiando en que, a pesar de la probada incompetencia de sus dirigentes, el equipo puede hacer algo este año, aunque sea no pasar apuros y no ser demasiado vergonzoso. 

Es esa épica que nos hizo empatar contra el Getafe sobrepasado el tiempo de descuento, igualar a Alavés y Athletic en los minutos finales o meterle cuatro goles al Real Madrid sin disparar a puerta en jugada lo que nos fascina, lo que nos hace amar, aunque sea un poquito, a este equipo basura.

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