VALÈNCIA. A caballo entre la estupefacción y el desconcierto. Así se encuentra en estos momentos el valencianismo, emparedado entre una propiedad que vela por el interés de su negocio y una ejecutiva que demanda que no se desintegre un proyecto de dos años que parecía sólido y puede acabar hecho añicos. La radiografía del presente no admite filias ni fobias, ni distingos entre buenos y malos. En esta película no los hay. Lo que sí revela es el cambio radical de un modelo que se basaba en la confianza mutua y que ahora se rige por el intervencionismo del máximo accionista, tanto para vender jugadores como para bloquear fichajes. El club, expuesto a una factura por estrés, es incapaz de frenar el desgaste de unos actores que no desean enfrentarse entre sí, pero que no pueden disimular una situación tan tensa como incoherente.
Peter Lim, que en su día fue para el valencianista una elección entre susto o muerte, es el máximo accionista del club. El tipo se gastó en su día una leña para salvar un club moribundo y pese a quien pese, tiene la potestad de intervenir, decidir, cambiar, poner o quitar a su antojo en el Valencia CF, apoyado por los códigos no escritos de una vieja ley universal: quien paga, manda. Lim pagó para mandar y tiene la última palabra en todo. Así que después de tomar las peores decisiones que un propietario puede tomar, decidió delegar en gente competente para que el proyecto viese la luz al final del túnel. Dicho y hecho, la cosa funcionó, Mateu gestionó, Marcelino lideró y el equipo ganó. Reflotado el Titanic y toda vez que el valencianismo festejó su Centenario con un título, el dueño volvió a caer en la tentación. Harto de que el protagonismo se lo llevasen otros, rodeado de una cohorte de intemediarios que le dicen todo aquello que sus oídos quieren escuchar y consciente de que el negocio es el negocio, Lim aplicó su criterio.
Intervino, gestionó, dio instrucciones y siendo incluso consciente de que sus decisiones podían ser impopulares, pisó el acelerador. Su mensaje es nítido. El negocio es el negocio. Y si tiene que aplicar una política de puerta giratoria para mover jugadores, lo hará. Beneficie o perjudique los intereses deportivos del equipo, porque es su negocio y lo dirige él. Y ahí es donde emerge la figura de su agente de cabecera, Jorge Mendes. El superagente, conseguidor y sumo hacedor de milagros de un imperio bestial cuyos tentáculos no paran de crecer. Recostado en Mendes, Lim ha optado por dejar claro qué compañeros de viaje necesita y cuales son secundarios.
De puertas hacia dentro, el mensaje hacia los que eran sus ejecutivos de confianza ha sido rotundo. A Mateu, un aviso para navegantes. O conmigo, o contra mí. A Marcelino, otro toque de atención. Mi club, mis reglas. Si hay que vender a Rodrigo venderá cómo y cuándo le de la gana; si hay que vender a más jugadores lo hará en el tiempo y forma que considere; si hay que bloquear fichajes que le sugieran otros empleados lo hará aunque haya prometido lo contrario; y si hay que traer algún jugador que cuadre con el enfoque del negocio de su socio-colaborador-amigo, tendrá vía libre. La ruptura del consenso es total. Las intenciones contrarias a las instrucciones de Singapur se interpretan como un pulso, el discurso que no cuadre con la idea de negocio se interpreta como un desaire y lo que ya es una fractura ideológica corre serio riesgo de acabar siendo una ruptura contractual.
No se trata de demonizar a Peter Lim, ni de criminalizarlo, ni siquiera de que parte de la afición tenga cuello para girarse contra él. Simplemente, se trata de constatar una realidad. La naturaleza de un magnate que se compra un paquete de acciones de un club de fútbol pasa por hacer negocio, no por contentar a los aficionados, ni por hacer un equipo ganador. Lim ha decidido encargarse personalmente de cómo llevar su negocio y el resto de empleados que trabajan para él, presidente, director general, entrenador, capitanes o jugadores, son la parte más débil de una estructura piramidal donde el propietario desaprueba toda planificación que no dependa de él. Ya lo cantaba Serrat: "Bien me quieres, bien te quiero...pero no me toques el dinero".