VALÈNCIA. Del choque ante el Sevilla, poco que decir: huérfano de organización, ideas y fútbol, el grupo le puso compromiso y amor propio. Suficiente para no bajar la cabeza, pero no da para festejar un empate ante un rival directo. Conclusión: en el nuevo orden instaurado por la propiedad, con un entrenador en proceso de aprendizaje y el vestuario explorando sus propias posibilidades para reciclarse, la realidad del hincha es que ha pasado de vivir en la certeza de un proyecto que funcionaba a instalarse en la duda. Un mal lugar para pasar demasiado tiempo. Hay mimbres, margen de mejora y queda un mundo por delante, pero el listón de los objetivos es exigente, los bandazos habituales y el cambio ha sido traumático. La unanimidad del aficionado es indiscutible: se tocó lo que funcionaba y ahora la inercia ofrece más incertidumbre que seguridad. Es el reflejo de lo que se ve en el campo y por descontado, de la indefensión que se siente cuando el dueño decide, a golpe de capricho, tirar lo que sus dos mejores empleados – que no súbditos-, habían levantado de la nada.
Cabe imaginarse qué puede pensar el pueblo valencianista cuando Singapur, después de toda una tormenta de porquería en los últimos dos meses, sea capaz de colocar al todavía presidente que se burló de Mestalla y luego pidió perdón en una autoentrevista, al frente de la dirección deportiva. Otro disparate más. Claro, que poco se puede esperar de quien colocó a Gary Neville de entrenador y decidió largar a Marcelino. Si se confirma el dislate, bien sea puntual o con continuidad, el cambio será radical: de Mateu Alemany a Anil. Para comer cerillas. ¿Puede hacerse una buena gestión del club si el equipo no carbura? Naturalmente. ¿Es posible que haya una gestión pésima y que, en cambio, los jugadores vuelen? Por supuesto. Ahora bien, no es lo normal. Suele ser la excepción que confirma la regla. Sostenerse en la elite, mejorar lo conseguido y seguir hacia adelante, creyendo y sin dudar, cuando Singapur ha volado por los aires la ilusión de muchos, es misión casi imposible. Y aunque uno desea con todas sus fuerzas equivocarse y que la jugada acabe saliendo bien, porque la gente del Valencia no merece sufrir, el sentido común indica que esta aventura, con el pasar de los partidos, no tiene pinta de acabar bien. Las acciones y los clubes se pueden comprar con dinero, pero la credibilidad y los sentimientos no están en venta.
Cuando el ambiente se emponzoña, cuando todos los estamentos hacen la guerra por su cuenta, cuando no existe un discurso vertebrado y se pierde el sentido común, cuando has logrado que una ciudad que sólo hablaba de fútbol ahora hable de desbarres en los despachos, es muy difícil lograr los objetivos. Así que, con perdón, a estas alturas, sólo existe un camino para intentar recuperar los vestigios de lo que hasta hace unos meses era un club unido. Asumir los errores, pedir perdón sin impostura, enfilar el camino de la humildad y regresar a la casilla de salida, repitiendo la hoja de ruta que te mostraron los que construyeron un Valencia campeón. Sacar del sillón al presidente que no puede seguir siéndolo ni un minuto más, fichar a un señor que gestione bien y tenga un discurso creíble, firmar un entrenador con experiencia si no se confía en el actual y recuperar la credibilidad con unos jugadores que ahora dan todo por obligación, pero no por convicción. Y el momento es ahora, que aún hay tiempo para reaccionar. Lo de mirar para otro lado no sirve, porque es lo de siempre: dejar que avance la gangrena y dentro de unos meses, amputar. Como cantaba Perales, quizá para mañana sea tarde.