VALÈNCIA. Hay pocas cosas en el mundo que me gusten más que correr. Es una afición que inicié con regularidad a los 15 años y aquí sigo, cuatro décadas después, mucho más viejo y achacoso que aquel lapicero con patas que era de adolescente. He tenido épocas enfermizas y épocas de apatía. He tenido años portentosos y otros dos y medio que estuve parado por una fascitis que me complicaba hasta andar. Pero nunca me he resignado a dejarlo, y, antes o después, siempre acabo volviendo.
Hace un año, ya lo he contado alguna vez en esta misma barra, decidí pasarme a los ‘cacos’, que es como llaman los entendidos a eso de correr y caminar. A mí me gusta más llamarlo ‘corriandar’. A mis 92 kilos le va muy bien eso de ‘corriandar’. Lo hago empalmando bloques de cinco minutos en los que corro durante cuatro minutos y camino el último. He llegado a hacer dieciocho bloques. Lo curioso es que no los hice el día que me sentí más fuerte sino el día que lució el sol más radiante en una mañana sin prisas ni compromisos en la que yo estaba especialmente feliz. Mi alma es más fuerte que mis piernas, como compruebo cada año en Formentera, donde estiro el tiempo dedicado a ‘corriandar’ por la felicidad de hacerlo en aquel paraíso.
Cuando me alargo mucho, voy a un ritmo suave, claro. Yo ya desistí de correr rápido: me rompo. Y prefiero correr lento a lesionarme. Es cierto que en cuanto coges un poco de fondo, la tentación siempre está ahí, pero son muchos años y la experiencia me recuerda que acabaré sin poder correr.
El minuto de la discordia, el de andar, provoca que mucha gente te trate con condescendencia. Como si lo que hago no fuera correr o, al menos, no fuera digno o respetable. Pero los que así me juzgan suelen ser los obsesos del dorsal, los que entienden este deporte como una exhibición constante y hasta una lucha, muchas veces silenciosa, emboscada, contra otros a los que envidian. Cuando aquí, a este nivel, la única competición que existe es la que entablas contra ti mismo.
Yo eso ya lo superé hace muchos muchos años. Nunca me interesó más la competición que correr en manada con los viejos amigos del Grupo Salvaje de Correcaminos. Amaneceres apasionantes por las cuestas de Portaceli, el sube y baja de L’Eliana o los caminos llanos, rodeados de una belleza única, en la Devesa de El Saler. Aquellos locos, todos mayores que yo, hace años que claudicaron, salvo honrosas excepciones. Sus salvajadas les destrozaron las articulaciones y ahora, a los 70 años, viven de las caminatas y los recuerdos. Su ejemplo también me sirve para contenerme en las contadas ocasiones en las que me envalentono.
Como corro tan despacio, a seis minutos el kilómetro o algo menos, me mantuve en las zapatillas convencionales cuando irrumpieron esos mazacotes con placa de carbono supersónica. Para qué calzarme con la excelencia cuando soy un trotón algo pasado de kilos. Pero hace unas semanas Hoka me envió una caja que incluía las Bondi 8. Las cogí, las admiré -tengo obsesión por las zapatillas- y extendiendo el brazo con una zapa en la palma de la mano, exclamé: “To be, or not to be, that is the question”.
A los pocos días le pregunté al periodista Nacho Barranco, tan joven como sabio, si tenía sentido meter una placa de carbono bajo unos pies de tortuga. Y no supo darme una respuesta, la verdad. Así que al día siguiente no pude soportar su atracción, me las puse y salí a correr por el río. Yo no percibí una mejora sustancial, la verdad. Mi rendimiento no ofrece mucho margen de mejora, me temo. Pero sí gané en confortabilidad. Al cuarto día hice una adaptación de mis bloques: diez minutos de calentamiento y bloques de cuatro minutos a razón de uno corriendo, uno apretando, otro corriendo y el último andando. Ahí ya pude ver algo mejor las virtudes de este ingenio, pero también es verdad que en el último bloque, el isquio de mi pierna izquierda, mi mayor enemigo desde hace cuatro o cinco años, me lanzó un ultimátum: Una más y te dejo cojo.
Me tocó parar, claro. Durante unos minutos me había emborrachado con efímeros momentos a ritmos medio altos. Durante esos sesenta segundos alargando el paso, recordé mi juventud, las carreras con mi amigo Juanito por El Saler, las series antes de cada maratón, los cambios de ritmo por los alrededores de Genovés en pleno verano… Era muy fácil caer en la tentación. Aquello era pura felicidad. Nunca me he sentido más pleno que corriendo desmelenado mientras miraba de reojo el cronómetro. Pero ya no tiene sentido. Ahora soy un cincuentón que tiene que asumir su realidad, aunque sea con unas preciosas bambas blancas, azules y amarillas que se han cruzado en mi camino para poner en duda todas mis creencias como corredor adulto.