VALÈNCIA. Asisto un tanto sorprendido al avance de las obras para instalar la nueva cubierta de Orriols. El Llevant está levantando los pilares que la sostendrán mientras el mundo sigue detenido, con empresas y sectores tratando de acertar estrategias que se adapten a la realidad post Covid-19, con la competición liguera paralizada y numerosas dudas sobre su futuro. Quizá hubiese sido prudente esperar un poco antes de abordar tamaña inversión, inmersos en las predicciones económicas más funestas desde la guerra civil. Sobre todo porque ¿quién sabe cómo será el fútbol del mañana? y porque muchos analistas argumentan de forma sólida que nada va a ser igual. Tampoco para el deporte más popular del planeta.
Ignoramos cuándo y sobre todo cómo, en qué condiciones, volveremos a los estadios. Parece que crisis como la actual van a ser habituales y el antídoto más efectivo será estar preparado. Con un sistema de salud público poderoso y reforzado, desde luego. Y con hábitos de higiene y distanciamiento social. ¿Que cómo encaja esto último con los estadios y el fútbol del futuro? Desde luego que mal. Demasiada gente cree que en breve la actual situación habrá pasado y el mundo recuperará su pulso justo en el punto donde quedó, cuando alguien en Wuhan decidió tomarse una sopa de murciélago. Un buen número de expertos, por el contrario, pronostican cambios profundos, que se consolidarán. Y probablemente los estadios necesitarán reformas estructurales para reducir aforos, aumentar distancias y evitar congestiones. Quizá, incluso, el futuro sea de estadios descubiertos que permitan que corra el aire, sin abrazos, euforias desmedidas ni espíritu de tribu. Quién sabe. Existen pocas certezas ahora mismo.
El fútbol está de regreso, con un plan con demasiadas fisuras. Y sin público, claro. No había otra. El profiláctico espectáculo televisado será un sucedáneo útil para mantener gran parte de los ingresos con que pagar las fichas y evitar la quiebra, a corto o medio plazo, de todos los clubes, un panorama terrible para una industria que genera el 1,4% del PIB. Esto ha pesado de forma decisiva para que el gobierno forzara su vuelta, aunque el CSD apele a otras funciones sociales: cohesión social o reputación del país. Clubes y futbolistas aceptan, ya que saben que sin final de temporada –y sus consiguientes ingresos de televisión– ni siquiera se podrían cuadrar las cuentas del ejercicio en curso. Si el modelo no es un desastre y no hay rebrote otoñal, la próxima campaña empezará así.
Parece evidente, en todo caso, que ningún equipo sobrevivirá a este tsunami si se eterniza el regreso de los hinchas a los estadios. De poco servirán los millones de televisiones y espónsores si no hay vida en la grada. El fútbol, sin el alma que le insuflan sus aficionados, no es nada; es apenas un divertimento vulgar. Muchos son los retos y, ante ellos, es un error de cálculo confiar en que, cuando esto pase, todo volverá a ser igual. Para más inri no son pocos los que durante estas semanas han experimentado una exitosa terapia de desintoxicación del fútbol moderno, gente que tenía la ilusión tocada. En todos los ámbitos el futuro será de aquellos que sean capaces de esbozar con éxito un escenario a medio plazo y adaptarse a él. Y el fútbol de élite, desde luego, no es una excepción.