Hoy es 6 de octubre
En una pirueta del destino la hinchada valencianista, antes acusada de rebelde y levantisca, ahora es etiquetada como una masa pachucha entregada al conformismo de cualquiera que pasa vendiéndole un crecepelos.
Parecería, según esas mismas voces, que el valencianismo consiente cualquier puntuación estrecha. Aquello que hace tan solo unos años le parecería claramente insuficiente y valdría una huelga de celebraciones, hoy es visto como un matojo de brotes verdes. ¿Es conformarse con cualquier ofrenda? Quizá sea más sencillo que todo: es pura supervivencia.
Al valencianismo le da igual el tiempo efectivo de los partidos, consiente y puede que celebre a un entrenador con número raquíticos. Ocurre porque ha asumido que el par de tardes de alegría anual y la posibilidad de competir, pasa por dar respaldo a lo poquito que ofrece solvencia en el club.
Vamos a ver: estamos hablando de una institución cuya promesa de futuro es un render de un estadio decadente antes de inaugurar, donde cuatro fulanos presumiblemente perjudicados celebran un gol en unas gradas vacías, sin jugadores en el campo.
Porque una afición no celebra lo que quiere, sino que celebra en comparación con lo que recientemente ha tenido. Cuando valoramos a Bordalás y el desempeño de su grupo, no lo hacemos en base a las expectativas, que están por los suelos, sino por lo que se dispone en contra de ellas. No terminamos juzgando a Unai por lo que podía seguir dando, sino por la altura de lo que ya había ofrecido y la incapacidad para prometer más. El primer Ranieri fue aupado por la promesa de una transformación: un Valencia hacia arriba. El segundo, sucumbió porque ya solo ofrecía decadencia. Pizzi fue tratado con deferencia porque vendía el alborozo de la Europa League, por mucho que el traje le quedara grande.
Bordalás no es lo que hace, es lo que otros harían si no estuviera Bordalás. Se llama conservadurismo, porque igual que el equipo procura no tener demasiado tiempo de juego para no cometer errores imperdonables, la grada busca no agravar el estado de las cosas a sabiendas de lo que ocurre cuando la propiedad experimenta con cualquier prueba.
A diferencia del pasado del valencianismo, ya no es la ilusión lo que mueve a las masas, es el puro realismo. Y quizá sea lo más razonable.