VALÈNCIA. Después del terremoto 7.5 en la escala de Peter Lim, la tregua de Singapur duró lo que un caramelo en la puerta del colegio. Y en la mejor conferencia de prensa que se le recuerda desde que llegó al club, el entrenador tuvo la prudencia de pedir que se cerrasen heridas, el aplomo de exigir que todos buscasen un punto de encuentro y la gallardía de explicar que, en la tarea de solucionar la crisis, pesarían más los hechos que las palabras.
Y los hechos son los que son: a cinco días del comienzo de LaLiga, la propiedad del cuarto mejor equipo de España ha decidido, de manera unilateral, vender a Rodrigo, uno de sus mejores jugadores, al tercer clasificado, cuando su objetivo pasa por intentar acercarse a un competidor directo, en vez de alejarse. La venta, que en cualquier otro momento podría considerarse como un negocio redondo, se cierra en justo la mitad del dinero de la cláusula que el propio club le puso a un jugador que era feliz en Valencia, que contaba con la confianza del entrenador, que era importantísimo para el vestuario y para el que no hay, en relación calidad-precio, un sustituto de nivel en el mercado.
No es triste la verdad. Lo que no tiene, es remedio: ni Marcelino García Toral quería vender a Rodrigo, ni Mateu Alemany quería vender a Rodrigo, ni el propio Rodrigo -aunque a mi alguien me mintiese hace unos días asegurando lo contrario- tenía intención de irse del Valencia, pero se va. Sí, va a ganar más dinero. Y sí, aún siendo vigente campeón de Copa, es posible que con su nuevo club, en teoría y por presupuesto, aspire a ganar más títulos.
Eso sí, Rodrigo va a pasar de ser titular indiscutible, estrella del equipo y pilar fundamental del vestuario che, a ser uno más en otra plantilla y en un vestuario nuevo, donde va a tener que luchar por un sitio en el once, porque tiene por delante de él a Diego Costa, Morata y Joao Félix, justo la misma temporada en la que aspira a jugar con España la Eurocopa.
Nadie pone una pistola en el pecho a Rodrigo Moreno para irse, pero conviene no engañarse en esta historia. Después del concilio de Singapur, se dijo que era cuestión de todos los actores llegar a un punto de consenso. Aquí eso se ha roto. Ni entrenador ni director general han tenido nada que ver en la venta de Rodrigo. Ha sido cosa de la propiedad. Del máximo accionista. Que, otra vez, ha aplicado, a rajatabla, el famoso “Quien paga, manda”. Él ha vendido a Rodrigo porque quiere recuperar dinero, él decide vendérselo para que su agente de cabecera e íntimo amigo, Jorge Mendes, haga negocio y, por el mismo precio, ha logrado que la afición vuelva a sentirse desencantada. Primero, porque después de dos años en Champions, de ganar un título y de por fin, volver a sentirse grande, ve cómo, lejos de potenciar el equipo, se refuerza al equipo al que el Valencia tiene la obligación de intentar acercarse. Y segundo porque sospecha que, incluso peor que la venta de Rodrigo, podría ser que su sustituto no tenga, ni de lejos, su nivel futbolístico, al margen de que al VCF -que tendrá dinerito fresco-, le van a esperar en el mercado para sacarle los ojos, porque saben que tiene tanta pasta como necesidad.
Lo que parece bastante más claro es quién decidirá el nombre del delantero que venga. Y sobre todo, quién será el encargado de asesorar, recomendar o incluso intermediar su llegada. Ahí siempre hay consenso. En realidad, siempre lo ha habido. Como solía decir Alfonso Azuara, se aplica la ley más universal de la industria del fútbol: “Entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero”.