La Copa es un ecosistema tan fiel como extraño para el Valencia. En los años de rock duro (sí, esos que se glosan con adicción) fue el verdugo, mancha negra de temporadas gloriosas. En los más plomizos, está siendo el bálsamo. Torneo de inducción: por el propio peso del club, la deriva que lleva como si nada a unas semifinales.
Por ese juego provocativo en el que la mirada parcial titula lo que sucede más allá de sus murallas, algunos periódicos concluyeron que la fase final de la Copa del Rey se disputaría ‘sin grandes’. Valencia, Athletic o Betis como clubes disminuidos por el paso del tiempo. Un lamento breve. Cierto picor, a la manera con la que se rascaban cuando Mallorca y Recreativo se plantaron en Elche para jugarse un trofeo algo más que de verano. O como cuando, en 2001, el entonces director deportivo del Madrid y hoy mejor columnista del país, Jorge Valdano, empezó el agosto pronosticando que el Valencia apenas podía ser animador de la Liga, pero no aspirante, porque llevaba 20 años sin palpar el campeonato. Entonces Ortí, maestro del agravio, le vino a decir que “lo mejor que puede hacer es meterse en sus asuntos”.
Ya no hay grandes en Copa. Y quizá el problema es que confundimos la grandeza con la anchura. En ese baño en la añoranza que haría viajar a las portadas de Denilson y la liga de las estrellas, al Athletic del poder sistémico en España y al Valencia condenadamente obstinado tras el éxito, se ha acabado por tener en cuenta poco más que esa foto fija, la medida de la cintura económica que contribuye al objetivo final: redefinir una competiciones semicerrada donde el estatus de los (más) grandes no corra grandes peligros.
Grandes o anchos. En 2004, justo con el desembarco de los Soler, el Valencia ingresaba tan ‘solo’ 167 millones menos que el Madrid y 100 menos que el Barça. En 2011 la diferencia con el Madrid se ampliaba a 401 kilos; 372 respecto al Barcelona. En 2019 la grieta alcanzaba más de 500 millones de separación entre ambas partes. Un negocio que se aceleró con más intensidad que en toda la historia mientras el Valencia -y así otros tantos- apenas se habían movido del sitio, o, como fue el caso de los murciélagos, lo hicieron hacia atrás.
La Copa se ha convertido en una de las pocas rendijas a favor de la sorpresa. Donde no basta con estar más ciclado que el resto, donde se acentúan factores tan persistentes en la génesis del deporte como la sorpresa y la excepción. Es la antítesis de los sistemas privatizados donde solo avanzan los que pueden hacerlo en razón de su propio tamaño, laminando la competencia. La Copa, por fin, es rebeldía. La misma que la del Valencia avanzando contra sí mismo.