VALÈNCIA. Periódicamente me pregunto qué hizo que fuera del Valencia. Escudriñar de dónde nos viene esto resuelve muchas otras cuestiones: por qué a pesar de crisis de fe, por qué a pesar de invariables motivos para descreer, por qué a pesar de anhelos de retirada, se acaba siendo más, sintiendo más, militando más.
Está la herencia recibida, la carga sentimental del entorno, incluso la palanca paterno filial, pero hay un catalizador que sella esta unión o que por el contrario la hace más floja.
Durante tiempo pensé que mi momento de confirmación fue el 3-4 de Burrito y Morigi, Ranieri alado, en el Camp Nou, con esa moraleja de baratija de que nada hay imposible y quien la persigue lo consigue. En cambio, comienzo a aclararme. Soy del Valencia, seré del Valencia, por el Salamanca.
En concreto por dos episodios muy cercanos en el tiempo. Finales de noviembre del 97 y Pauleta marcó en Mestalla. Aquella revuelta por la que cayó Paco Roig resultó una carga de adrenalina letal. Cómo no siempre quien posee tiene lo que quiere. Comprobar la capacidad social para derrocar el poder societario, toda una revelación. También un regalo envenenado para la memoria: la generación que creyó en el unicornio de cargarse, pañuelo en mano, al propietario.
Unos cuantos meses después, Salamanca. Abril del 98. Primavera siderúrgica. Todo puede empeorar. 6-0. Seguí el partido desde un chalet. Longaniza pascuera. Eran las cinco de la tarde. Las cosas fueron mal. Y, sin embargo, algo fue bien. Había seguido radiofonicamente otras tardes más vibrantes bajo la batuta corriente de Pepito Gálvez, pero aquella tarde, es definitivo, fue la tarde. En lugar de abatimiento, o de ver una supuesta luz cegadora dispuesta al elogio del pupas, se dio el sentimiento ramplón: no se milita en el Valencia pese a esto, se milita con esto. Sin mayor heroicidad.
Karlsruhe tuvo un regusto mucho más épico, quizá por su poder ciclónico bien ponderado por la generación anterior. Pero mi Karlsruhe fue el Helmántico 98.
Una enseñanza poderosa. Con sangre, entró. Nadie en aquella mesa de Pascua sintió la mínima afectación por una goleada en contra que yo, con 12 años, veía como un acto criminal.
Quizá por esos días, cierta relatividad frente a gestiones casquivanas. La seguridad ante cualquier 6-0 accionarial. Estar en el mismo sitio aunque todo lo demás se mueva.