El Valencia va a disputar una final de Copa. No se trata de un hecho inercial que ocurra tan solo por el propio peso de su plantilla, sino más bien un proceso que cuando ocurre -y lo hace con una recurrencia respetable- suele ser fruto de esfuerzos que van en contra de las dinámicas previstas. Si en el 99 fue la cristalización de un Valencia transformado, en 2008 sucedió frente al propio clima social y en 2019 pareció que los obreros se sublevan contra su patrón.
Esta vez podríamos dejarnos llevar por el aroma extraño de un club ensimismado en su propio bloqueo; por una percepción colectiva de estar yendo por la mala dirección, camino a ninguna parte. Podríamos seguir lamentándonos por tantas y tantas razones que han hecho del Valencia una institución desarraigada de sí misma.
En cambio, sería injusto para las generaciones que no atravesaron el cambio de siglo de Sevilla a Málaga pasando por París y Milán, sería injusto, digo, no hacer una mínima excepción para mirar a otra parte y dedicarse a un abril con único foco: gozar de un Valencia que sobrevive y que, por su propia genética, es capaz de avanzar contra todos los elementos.
La Generación Gonzalo, aquel niño marbellí que desde La Rosaleda dejó en alto el valencianismo a pesar de la pesadumbre, y que hace pocos días visitaba Mestalla, merece exprimir su momento. El resto de edades del valencianismo podemos ser un tapón. Desde la responsabilidad de exigir un club recto, pero también desde el egoísmo de quienes ya han vivido un buen surtido de logros, podemos provocar que quienes merecen escribir las páginas en blanco se las encuentren emborronadas de antemano.
Qué sintomático que un movimiento justo, como es premiar a los aficionados que más a menudo han estado con su equipo, se convierta al mismo tiempo en un impedimento para el cliente futuro que llama a las puertas. La Generación Gonzalo no tiene sitio en La Cartuja. Al menos, debería tenerlo en todo lo demás. Es su final antes que la del resto. Dejemos de ser un lastre.